5. Envidia

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Detestaba hacer el trabajo sucio

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Detestaba hacer el trabajo sucio. Tener que arreglar la mierda de otro, componerla e incluso perfumarla para que no oliera a excremento cuando en realidad era eso: una inmensa e incuantificable montaña de mierda; me sacaba de mis casillas.

Cuando eso sucedía, tendía a iniciar una conducta de consumo exagerado de cafeína y nicotina para poder liberar tensión y no terminar matando a un inocente. Terminaba prácticamente convirtiéndome en una versión de mí que detestaba, porque cambiar de ánimo era una prueba cuesta arriba. 

¿El detonante? Un error que ni siquiera una persona con dos dedos de frente lo hubiera hecho. Es que ni pensándolo, ni queriéndolo hacer hubiese salido de esa forma. Un error garrafal que de nuevo yo tenía que reparar.

No me hubiese importado que fuese del diario donde trabajaba hasta media mañana, no. Era de mi curro y maldición de putas tristes y desoladas. De tíos que se pavoneaban con coca en los bolsillos para poder mantenerse en acción. 

Tener un trabajo de estos implicaba que, tarde o temprano, no podías labrarte una carrera en buena lid porque el vicio y la avaricia rompían el saco. Uno lo llenaba a granel, mientras el otro decía que lo remendaba con hilos podridos que terminaban por demostrarte con un porrazo en la cara que nunca iba a ser suficiente dinero, ni droga, ni mujeres con tetas grandes, ni hombres con cuerpos torneados.

¿Cómo hacía para mantenerme en paz y no arrastrarme hasta la miseria? Sencillo: para mí este trabajo era como un restaurante de comida china. La producía, la sazonaba, le ponía amor y cariño. 

Incluso hasta hacía el mayor esfuerzo porque no fuese solo un spin-off cutre, de esos que repiten el modo de hacer las cosas: en vez de picar, cortar, rebanar y freír, hacía una mezcla que terminaba por hacer que la tapa de los sesos de los consumistas volara y no se aburrieran; pero en lo que a mí se suponía, no la consumía ni por asomo.

¿Ofrecimientos? Demasiados para mi gusto y no era porque no me gustase la idea de dedicarme a hacer películas en POV donde no se me viera sino mis partes nobles y mis brazos con cicatrices, pero no estaba preparado para ese tipo de "arte" donde tenía que meterme pepas de más para viajar a un mundo de psicosis y desenfreno. Eso en mi habitación. Eso a lo privado. Eso solo yo sabía manejarlo.

Incluso sentía que le era infiel a mi trabajo al ver pelis de otras productoras y ni siquiera volteaba a mirar a las que yo mismo les escribía el guion y hacía imposible que en edición hicieran un tráiler de más de tres minutos decente, porque todo era bueno. Parecía una peli clasificación +18 rayando a X y no sabían si exhibirla en las salas de cine o simplemente que mis intentos creativos terminaran en manos de adictos al porno.

Caminar y tomar mi motocicleta hasta mi trabajo no apaciguaba las ganas de gritar a los cuatro vientos lo intolerante que era a la estupidez humana. En eso me parecía poco a mis padres. Al menos la tolerancia era una virtud que ellos poseían en cierto modo, aunque consentía que no era de esa forma en mí.

Yo, Ibrahim Cooper Donde viven las historias. Descúbrelo ahora