La muerte de alguien influyente

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—No se preocupe, Ymir, iremos nosotros.

—Iré yo. Total, tengo ganas de ir de caza.

Esa misma noche que Historia la dejó plantada por Bertholdt, los vigilantes del recinto exterior de la villa Fritzel habían avistado una presencia en las parcelas que se había movido las últimas dos horas por las tierras donde estaban los cultivares. Los hombretones habían avisado a Ymir, pero ella les dijo que se quedaran donde estaban y que iría ella por su propio pie. Así que revólver en mano, con balas de una longitud capaz de enviar a un humano a la luna y más que suficientes para perforar a la primera el corazón de un alfa, se puso el abrigo encima de la ropa y montó uno de sus caballos en dirección al individuo. Las cámaras habían grabado una figura y lo primero que pensó era que se trataría de su prima Ariadna. Si lo era, que se diera por muerta, Ymir no seguiría tolerando su intento de intimidarla a distancia. Era una puta zorra desalmada que merecía morir desde que nació. Cuando llegó al sitio, prendió un botoncito en su oído, activando un pinganillo a distancia de sus vigilantes. Bajó del caballo.

—Bien, Ymir. Está cerca. Es al lado de las plantas de calabaza.

Ymir no dijo ni una palabra. Se movió entre los arbustos y matorrales y quitó el seguro al arma. A poco más de diez metros, vio moverse un bulto entre el cobertizo y la línea de plantas. Era suficiente para ocultarse de su mirada, pero ya le había visto moverse. Se acercó despacio, pero completamente confiada y atenta a los alrededores: se dio cuenta de que fuera quien fuera, había venido solo. La persona agazapada tras una capucha se percató de que Ymir se dirigía a ella y dio un suspiro de temor. La noche había caído sobre ella muy rápido y apenas podía ver nada. Sólo Ymir y sus guardias conocían esa zona con la suficiente exactitud como para escapar. Cuando trató de buscar un hueco y se volvió, se asustó: Ymir ya no estaba donde la había visto.

—Bu.

Una mano la bajó de golpe al suelo, reteniéndole de la nuca. Sintió un cañón frío bajarle la capucha y apretarse contra la coronilla de su cabeza.

—Con el cañón pegado a tu hueso, lo parto —murmuró la morena, totalmente tranquila. —La munición atravesará tu cerebro hasta la mitad. No te dará tiempo a convertirte ni tampoco a regenerarte.

—Por favor, no lo hagas. Sólo... quería saber cómo estabas.

Ymir frunció las cejas al reconocer esa voz femenina. La tomó del hombro y volteó con rudeza hasta ponerla bocarriba, presionando el cañón sobre su yugular izquierda. Petra cerró los ojos con fuerza, sin decir nada. Ymir la miró largamente, en silencio, hasta que suspiró y volvió a subir el seguro.

—¿Qué coño haces en mi propiedad?

Notó que le temblaban los labios, y al bajar la vista, también las manos. Se apresuró en apretar el revólver en su cinturón y le dio la mano para ayudarla a levantarse. Petra estaba tremendamente avergonzada, el susto la había hecho orinarse encima. Jamás le había ocurrido algo así. Pensaba que esas cosas sólo pasaban en las películas. Pero realmente llegó a verse atravesada por una bala y toda su cintura perdió su poder de contención.

—Per-perdona... sólo quería saber... si te encontrabas bien. Las noticias dicen que te estás volviendo huraña. Sólo... sólo eso, de verdad, no quería importunarte.

—Tienes una orden de alejamiento. Lo sabes.

—Sí... me iré.

Ymir resopló y le señaló el caballo con la cabeza. Cuando llegaron al animal la pelirroja coló un pie por el estribo y subió, e Ymir hizo igual al colocarse atrás, pasando los brazos por la cintura de Petra para sujetar bien las riendas. Montaron unos diez minutos hasta la mansión. Cuando el enfarolado del jardín exterior y luego del interior de la casa la alumbró y la ayudó a bajar, se dio cuenta de que la chica se había orinado encima.

Viviendo con un monstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora