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10.20 am
                         

—Pensé que no vendrías —me dijo, al tiempo que se acomodaba un cigarrillo en los labios.


—¡No hagas eso! —grité arrancándoselo de un tirón y arrojandolo al río, ganándome una temible mirada por su parte.

—¿Se puede saber por qué rayos hiciste eso?

Suspiré profundo y mordí mis labios intentando buscar una respuesta coherente, pero nada parecía ser lo suficiente bueno. No podía entender en qué clase de hipócrita me había convertido. Con qué moral me atrevería a reprocharle, si tan solo tres semanas antes me moría por probar uno de esos...

—Es que... tienes... tienes un aliento natural muy fresco y... eso te hará perderlo —balbuceé, con la esperanza de aplacar la ira de su ceja levantada.

—¡Ah!... —Rio a carcajadas y lo imité, embobecida por el perfecto blanco mate de sus dientes—. No es tan natural como imaginas... ¿A qué crees que huele? —cuestionó en tono divertido relajando la conversación y, también, sin que supiera, los latidos de mi corazón.

¿O sí sabía?

La verdad tenía dudas de si se había dado cuenta ya de que estaba algo así como «esquizofrénica perdida», alucinando con una vida juntos.

—No sé bien —comenté, intentando traer a mi memoria el momento justo en que lo había sentido por primera vez. Cerré mis ojos y los recuerdos se hicieron más nítidos—. Es algo... cítrico... y raro. Sé que lo he olido antes, pero...

—Déjame refrescarte la memoria...

No estoy segura de si fue eso lo que dijo ya que en el momento en que sentí un tenue roce en mis labios, mis demás sentidos se negaron a funcionar. Aunque fue casi impersectible, podría jurar que había sido su boca lo que chocó con la mía, pero también, dado mi historial de sueños con Yeongu, no me extrañaría que solo fuera producto de mi imaginación. Sin embargo, un segundo contacto más prolongado me convenció de que no estaba tan loca.

¡Eran sus labios! No había nadie más allí.

Los presionó con suavidad contra los míos, para luego dar un pequeño mordisco en mi labio inferior. Pequeño, como el que darías al cachete de un bebé. No me atreví a abrir los ojos y estaba completamente segura de que nadie en su sano juicio lo haría.

¡Qué vergüenza, tampoco sé besar!, recordé, una vez más, demasiado tarde.

¡Pero ¿qué rayos?, no sé hacer nada! Sólo tengo diesiseis. Unos diesiseis muy sanos, la verdad. Por eso de que no me interesaba el amor ni ningun otro «pecado capital»... Hasta que conocí a Min Yeongu.

¿Y ahora qué hago?

¡Tranquila, Seong, si hay que besar, se besa!, afirmó la loquilla en mi cabeza que, ya empezaba a gustarme un poco más, y recordé el consejo que siempre daba el profesor de deportes al comenzar cada clase: «Imita los movimientos del maestro».

Jamás hubiese creído que algo como eso podría servirme en esta situación, pero siempre se me había dado bien «imitar», aprender y, después de todo, me moría por las clases de este maestro. Así que intenté seguirle el ritmo a lo que fuera que estuviera haciendo.

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