iv. El Fugitivo

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CAPÍTULO CUATRO
El fugitivo

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—¿SE PUEDE SABER PARA QUÉ SON esos galeones?

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—¿SE PUEDE SABER PARA QUÉ SON esos galeones?

Dianne ignoró de forma olímpica a su padre, mientras seguía ojeando la revista que Daphne le había mandado en uno de sus intercambios de cartas. Contuvo una sonrisa cuando lo escuchó bufar y alejarse casi dando pisotones, más propios de una rabieta de un niño pequeño que de un adulto.

Dirigió su mirada verdosa hacia la bolsa de galeones que había sacado del falso fondo de su armario, donde guardaba todo lo que sus familiares —los Tonks y los Delacour— solían mandarles a escondidas de su padre. Jamás le pediría dinero, y mucho menos para lo que estaba pensando comprar, puesto que se pondría hecho una furia.

Para disimular, también pidió cosas para ella e incluso para su hermano. Llevaba años siendo buena actriz, pero conocía a Draco como para saber que haría una rabieta si se enteraba de que había hecho una compra a aquella tienda y no le había comprado nada para él. Además, luego estaban los estúpidos celos de hermano mayor que no dejaban de atacarlo. Ni siquiera cuando Theo y Blaise pasaron una tarde con ellos y los caballos.

Aquel 31 de julio, mientras leía tranquilamente uno de los libros para sus próximas clases y Dark revoloteaba por la habitación como si fuera un abejorro, unas lechuzas de correo llegaron. Eran tres, transportando un enorme paquete, el cual Dianne ya sabía perfectamente lo que contenía. Se apresuró a darles un pequeño premio por el esfuerzo, ignorando los chilidos molestos de su lechuza, para luego rasgar el papel.

Se alegró al ver que todo lo que había pedido estaba en perfectas condiciones, por lo que sacó de su armario una vieja tela que había encontrado por la mansión y que le serviría para envolver el regalo. Garabateó una breve carta en un pergamino que le había sobrado de la última que le había mandado a Daphne, y luego se giró hacia su lechuza. Esta descansaba en su percha, mirándola con sus enormes ojos amarillos.

—Es un viaje algo largo, pero sé que tienes ganas de volar—habló, mientras esperaba a que la lechuza se moviera—. Ten cuidado con esa panda de... odia magos, no dejes que te vean, ¿de acuerdo? Y si se pone a quejarse como un loco, tienes permiso para picotearle hasta que se calle.

Dark lanzó un chillido emocionado, alzando el vuelo y revoloteando sobre la cabeza de su dueña. Se posó en el hombro derecho de esta, como si tuviera complejo de loro, y frotó su cabeza contra la mejilla de la niña. Dianne le tendió el paquete y las garras del ave lo agarraron, para luego salir por la ventana, emprendiendo el viaje.

Dianne y el prisionero de Azkaban³Donde viven las historias. Descúbrelo ahora