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El disfraz de Bellatrix
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La inminencia de la festividad de Halloween tenía a los alumnos de Hogwarts distraídos. Todo el mundo sabía lo que aquella noche del 31 de octubre significaría: la oportunidad de olvidar la agobiante rutina escolar por una noche y dedicarse a disfrutar.
Algunos representantes de cada casa, los que solían organizar los eventos y las fiestas de los alumnos, se pusieron de acuerdo y se acordó que aquella noche de monstruos y fantasmas se organizaría la mejor fiesta jamás vista en La Sala de Los Menesteres.
Mis compañeras de habitación estaban emocionadas planeando de qué se disfrazarían y, en pocos días, me contagiaron su entusiasmo.
—Deberías disfrazarte de súcubo —me dijo Margery una noche—. Yo iré de colegiala difunta, Circe de momia, Bessie irá de novia, Phoebe de zombi y Gwen de vampiresa.
Estuve dándole vueltas a la idea un par de días y, como no se me ocurrió nada mejor, decidí aceptar la idea de Margery, que me ayudó a encontrar la combinación perfecta para mi disfraz: un corsé negro escotado del que salían varias cintas de cuero que se enrollaban en mis muslos, unas botas negras altas y una falda larga abierta por delante. Como toque final, Circe me dio la idea de llevar unos cuernos negros y unas lentillas blancas.
Mentiría si no decía que estaba emocionada por la fiesta y tenía muchísima curiosidad por el disfraz que llevaría Tom, el cual ya me había confirmado que asistiría.
En el colegio no se hablaba de otra cosa y el día 31, durante la cena, todos estábamos tan excitados que el director tuvo que mandarnos al orden en varias ocasiones.
Mis compañeras y yo nos disfrazamos con entusiasmo y nuestra habitación se convirtió en un salón de belleza, incluso vinieron algunas chicas de otros dormitorios para vestirse, maquillarse y peinarse con nosotras.
Miré de reojo a Gwen en varias ocasiones, llevaba puesto un vestido largo y negro que se ajustaba a la perfección a sus curvas, en el extremo inferior se abría con un pequeño volante a la altura de los tobillos. Me sonrió con su boca postiza llena de colmillos y sangre y yo le devolví el gesto. La combinación entre su atuendo oscuro y su cabello dorado le daba una imagen espeluznante y cautivadora.
Llegamos a la entrada de La Sala de los Menesteres cogidas del brazo, intentando no hacer ruido por los pasillos. Una puerta apareció ante nosotras y la atravesamos con rapidez, por miedo a ser descubiertas.
Una vez dentro tardamos unos segundos en acostumbrarnos a la poca luz, al humo que envolvía a los presentes como una bruma aterradora y a los fogonazos de luces de colores que aparecían al ritmo de la música.