CAPÍTULO XV: CELOS

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Harlan se encontraba en el salón del consejo, a puertas cerradas y su rostro libre de la máscara que últimamente pesaba demasiado.

—La imprudencia de tu hijo algún día le costará caro a este reino, Harlan. ¿Has visto? Todos en palacio hablan sobre su derroche de oro —bufó, agitando una copa con vino en su interior—. En un momento donde la austeridad amenaza el reino, el egoísta de Nethery exige que remodelen todos sus aposentos... Y tú lo has autorizado... Tú y esa puerca de Kalista.

—Silencio, Sion —ordenó con sus dedos índices presionándose sobre sus sienes y sus codos apoyados en una enorme mesa de oro repujado y marfil—. He pedido tu compañía, no tus reproches.

Su consejero lo miró con desprecio y volvió a beber de su copa, llevando sus ojos crueles al blasón de los Devhankur que ocupaba la muralla más grande en la habitación.

Harlan sabía que era algo imposible. Sion siempre tendría un reproche destilando de sus labios, y la realidad era que no podía siquiera imaginárselo de otra forma. Era lo único certero en su vida, lo único real.

Su amistad con Sion.

—¿Tantos años de amistad y aún no comprendes que mi compañía siempre estará ligada a tediosos sermones? —preguntó el consejero con notorio cansancio.

Podía apreciarse en sus ojos, en la manera en que se movía o hablaba. Sion estaba cansado y Harlan se culpaba de eso, de no ser lo suficientemente fuerte para cargar con los problemas de la corona ni lo suficientemente fuerte para renunciar a ella sin importarle las consecuencias.

—Tus sermones que no me ayudarán a encontrar una solución a los problemas con Ataelaris o con los rebeldes que siguen apareciendo como moscas sobre carne podrida, sin importar cuántos de ellos Rhekan envíe a las minas —le dijo con molestia tras un incómodo silencio.

Sion bufó y desestimó su copa, volteándose para dar cara al rey. Estiró un brazo y con las puntas de sus dedos lo sostuvo del mentón, obligándolo a encontrar miradas.

Harlan reparó en las facciones duras de Sion. Su piel fuertemente acaramelada por el fuerte sol. Su mandíbula lucía fresca y tersa, libre de la barba con la que había vuelto del desierto. Sus ojos oscuros se perdían tras el maquillaje opaco y ahumado en sus párpados y labios. El hombre que durante su juventud había levantado suspiros enamorados hasta en los reinos más lejanos y ahora hacía amanecer el miedo hasta en los mismos dioses.

—Tú sabes la solución —aseguró su consejero en un susurro ácido—, solo que tu amor de padre te prohíbe ejecutarla.

Harlan negó y asió su mano a la muñeca de Sion. Su mirada expresiva develando sin vergüenza alguna todas sus emociones.

—¿Darle el gusto a Kalista y concebir otro heredero? ¿Ceder el trono a mi sobrino y arrebatarle a Nethery lo que es suyo por derecho? —ofreció con asco—. ¿Cuál es tu gran solución?

—El veneno de la corona ha podrido a tu esposa y ahora a tu hijo. Y tú no eres feliz siendo rey, jamás lo fuiste.

—Muchas personas deben dedicar su vida a algo que odian, ¿o me dirás que tu disfrutas ser el blanco del odio de Kalista?

Sion parpadeó lento, sus cejas se izaron y su boca se estiró con socarronería en una sonrisa cínica.

—¿Qué tan mal me verán tus ojos si te confieso que es mi gran placer?

—No entiendes. Sé que para ti ella es...

—¿Una alimaña gangrenosa que te ha robado hasta las lágrimas? —lo interrumpió y Harlan suspiró, su pulgar e índice pellizcando el nacimiento de su tabique nasal.

DRAKÁN [DISPONIBLE EN FÍSICO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora