El cementerio de las águilas era la vívida imagen que Rhada había mantenido en su cabeza todos esos años, desde la última vez que lo había visitado con su padre. Un valle escondido entre roqueríos de difícil acceso del que pocas personas tenían conocimiento. A los pies de un río de agua dulce que desembocaba en un cristalino y fresco manantial. La tierra era fértil y las murallas levantadas entre rocas los protegían de presencias indeseadas.
Retomar sus vidas no era sencillo, sin embargo.
El espíritu de cada sobreviviente se encontraba lastimado y famélico. No podían sonreír, no aún, porque las heridas eran demasiado recientes y el dolor lo mostraban en sus ojos sombríos y sus bocas tensas. Sus intercambios de palabras eran austeros y el contacto físico se resumía a nada, a un abrazo a los más jóvenes cuando conseguían una proeza que de manera sorprendente lograba despertar un brillo en sus ojos.
Desde su llegada, cada día realizaban distintas tareas. Las mujeres tejían e iban de caza al río, los hombres levantaban tiendas y trabajaban la tierra para pronto comenzar a sembrar semillas de grano. Comían poco y trabajaban mucho, se bañaban en sus tiempos libres, permitiéndole al río acendrar sus cuerpos. En las noches alrededor de una fogata que entre varios prendían, se sentaban y recordaban en silencio los buenos tiempos. Nadie lo decía, pero bastaba con ver sus rostros para saberlo.
Rhada no participaba en aquella actividad. Evitaba a los suyos sin comprender bien el motivo. Quizá porque no quería sentir sus pesadas miradas en él, o escuchar los miedos que sabía no podría aquietar. No quería pensar en ello, no quería pensar en nada realmente, por lo cual se afanaba en el trabajo. Cada ínfima labor que pudiera la acogía bajo su alero. La comenzaba antes del amanecer y terminaba después del anochecer.
Sus manos pagaban por ello. Vendadas pobremente y cubiertas en llagas y tierra, sangraban la mayor parte del día. Su cuerpo también lo resentía por la cantidad de trabajo que se echaba sobre los hombros, llevándolo a dormir al punto de la extenuación, con cada músculo y hueso de su cuerpo adoloridos, con la piel fría por el sudor y filosas agujas enterrándose en sus sienes.
Su único consuelo era que nadie parecía notarlo, o nadie decía algo al respecto. Y estaba agradecido por ello. No podría, aunque realmente lo intentara, explicar a sus hombres la pugna que se desarrollaba en las fauces de su cabeza cada día, cada noche. La voz que como un hechizo no lo dejaba dormir, no le permitía encontrar un solo momento de sosiego, buscando cada oportunidad para escabullirse en él y quemarle el cuerpo.
«Eres mío, Rhada.»
El recuerdo de su nombre brotando de los labios de Nethery le carcomía las entrañas. Y el color de sus ojos, la llamarada azul que le impedía mirar el cielo, revolvía todo en él, dejándolo vulnerable y expuesto a sentimientos depredadores.
—Vas a terminar cortando esa soga —advirtió Miriades sin levantar la vista del bordado que hacía con pequeñas agujas de hueso.
Rhada chasqueó con la lengua y dejó de tirar de dicha soga. Miró el tejado de vigas de madera cortada, soga y barro que luego levantarían sobre una de las tiendas en la que el resto de sus hombres trabajaba.
—Debe quedar bien —se excusó pobremente.
La anciana se rió, pero no manifestó palabras de burla. Miriades parecía conforme con su nueva vida y hacía todo lo posible para adaptarse a ella, intentando aprender palabras e integrarse con una jovialidad casi imposible para su edad.
Savannah, sin embargo, parecía estar bajo su mismo hechizo. Realizaba todas las labores que se le pedían con diligencia y se apartaba del resto de la tribu cuando podía. Rhada había encontrado paz en su compañía, en la melancolía tangible que ella arrastraba a causa de lo que él creía era su separación del príncipe de Rosalles.
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DRAKÁN [DISPONIBLE EN FÍSICO]
Fiction généraleTras perder la guerra, Rhada, el último Drakán de la tribu de los dragones, fue tomado como botín y arrastrado bajo cadenas a los perfumados aposentos del caprichoso heredero del reino de Rosalles; Nethery Devhankur. Un enmascarado príncipe que olía...