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—Creo que el costo ha sido excesivo, Sire.

—Pero se adecuan a nuestros propósitos; nueve, al menos, por el precio de tres. Estos jóvenes fértiles nunca están de sobra.

—Tiene siempre la razón, Sire Fetore.

Miden despertó de pronto y parecía que, quien fuera que estaba hablando, lo hacía tras un pañuelo o una bufanda, y quizás, en una habitación distinta o del otro lado de una sala vacía, pero grande.

—¿Sabes cuál es su origen?

—No, Sire. Supongo que, para no incumplir el trato, ha echado mano de estos en vez de los que habían acordado. Dos no son de su tierra y no explicó la diferencia. Vienen de lejos.

—No es importante, pero si los han traído del mismo lugar que al primero, me complace más. El color es hermoso.

—Casi seguro.

—¡Perfecto!

Las voces, de pronto, estaban frente a él. No podía levantar la mirada para comprobarlo, pero parecían ser dos hombres, uno joven y otro mayor. Una pesadez desconocida, un aturdimiento o embotamiento no le dejaba pensar con claridad. Tardó varios minutos en entender que no podía moverse.

—¿Por qué los tienen retenidos de esta manera?

—Es lo que nos aconsejó. Yo no quise desobedecer hasta que usted nos indicara qué hacer.

Abrió los ojos y, aunque seguía confundido, supo que estaba desnudo, de rodillas y con el pecho inclinado sobre sus muslos, en una indignante postura de plegaria o de ruego, forzada por varias vueltas de soga gruesa y nudos que lo mantenían quieto en su lugar. Justa, sin estar demasiado apretada, pero que de todas maneras le lastimaba en más sitios de los que era capaz de enumerar. Su posición le obligaba a mirar a solo unos centímetros de un piso de madera envejecido.

Había un eslabón de metal frente a él. Una cuerda rodeaba su cuello con un extremo y con el otro, lo ataba a esa pieza llena de herrumbre. Sus manos también eran prisioneras de nudos similares.

Al girar el rostro todo lo que la cuerda en su cuello le permitió, vio a Alwin en igual humillante posición a su derecha y a Hans a su izquierda. El primero tenía los ojos cerrados y parecía dormido, pero el rubio permanecía despierto y temblaba como si tuviera frío. Tenía los ojos abiertos, húmedos y aterrados.

—¿Serán peligrosos?

—Se nos aseguró que no y que están sanos y fuertes, bien alimentados.

Unos finos zapatos, de diseño extraño, se ubicaron frente a él.

—Este será de Madow. Es perfecto para él.

Miden supo que hablaba de él. La voz tenía un acento diferente; nasal, gutural y susurrante. Eran extranjeros los que conversaban sobre su destino, tratándolos como si fueran mercancías. Pero no podía hacer nada. Estaba atado con tanta fuerza que moverse era imposible. También lo amordazaron con una cinta que parecía hecha de cuero bruto.

Los pies juntos con más vueltas de cuerda, el pecho pegado a sus rodillas. Apenas si podía respirar.

—¿Y este de aquí, ¿será de usted, Sire?

Miden logró ver otros zapatos parecidos, pero eran oscuros. Más sencillos. Los primeros tenían elaboradas hebillas doradas al frente y diminutas piedras rojas engarzadas. Parecían botines de piel con pelo. La punta era afilada y apuntaba hacia arriba. No tanto como para verse ridículos, pero sí diferentes.

El hombre caminó frente al rubio.

—Sí. El color de su piel es perfecto. No hay posibilidad de error. Aquel se lo daremos a Arvo.

Lobo Perdido Libro 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora