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Madow dejó al chico atrás y caminó por los enredados corredores, con dirección a la zona de la montaña en donde dormía su padre.

Por fortuna él no estaba en su habitación, de modo que pudo seguir a través de toda la gruta. No le estaba prohibido estar ahí. A fin de cuentas, era el hijo mayor de Besmirtan. Pero a su padre no le agradaba encontrarlo deambulando por sus aposentos.

Debido a ello y para no causarle molestias, espaciaba sus visitas a menos de dos al día, excepto cuando había luna llena, cuando más inquieto se sentía. No era el caso de esa noche, pero lo que rondaba por su cabeza era muy importante.

Esa área protegida de las corrientes, luminosa por innumerables cristales incrustados en la roca eran utilizadas como su espacio privado. Un arco natural dividía el lugar en dos. Del lado derecho, estaba la inmensa cabecera del lecho tallado en piedra.

A la izquierda había un pequeño aposento menos ostentoso pero cómodo. Cubiertas las paredes por tapices y pieles de animales. Gracias al fuego, estaba caliente y contaba con suficiente luz para trabajar o leer.

Un hombre delgado de piel oscura y cabello encanecido tejía nudos con cuerdas de fibras. Sus dedos eran muy hábiles y avanzaba con rapidez. Ni siquiera miraba lo que hacía, tal era la destreza que tenía. Podía crear obras de arte, diseños intrincados y hermosos para cubrir los pisos y los muros en los aposentos de Madow y otros. Vestía como todos los demás.

Tenía la mirada perdida al frente y el ceño contraído. Arrugas en las comisuras de sus ojos hablaban de una juventud marchita.

No reaccionó a la llegada de Madow. No detuvo su tejido veloz ni levantó la vista.

Na.

El hombre sonrió y respondió.

—Señor.

Nwan.

—Está bien, nwan.

Frente a Besmirtan o a Fetore, jamás de atrevería a llamar "hijo" a Madow en esa lengua de los Dankala. Pero Madow siempre insistía. El hombretón se sentó a los pies del otro.

—¿Viniste a leer?

Madow negó.

Saber.

—¿Qué quieres saber, nwan?

Nombre de hijo de ti.

El otro se mostró desconcertado. Dejó la labor a un lado, se talló los ojos y luego pasó la mano por el mentón de Madow, apenas una caricia por el pulgar.

—Te conté la historia. Eran dos. Tú viviste, tu hermano no. No tuvo nombre. Le llamé bebé.

No hijo que no vivió ni hijo que vive. Otro hijo.

La pregunta pareció doler al viejo. Pasó la mano sobre el cabello oscuro, largo y trenzado por las mismas manos hábiles que tejían tapices y alfombras. Siempre, desde niño, lo peinó y acarició de igual manera. Madow se sabía mirado con un amor que nadie más sentía por él en todo Dankala, excepto quizás Rubí.

—Michael, como su padre. ¿Por qué preguntas eso?

No importa. Quería oír. ¿Leo? ¿Tú libro?

El viejo asintió. Un dolor le había dejado triste, pero Madow era su gran consuelo. Tenía la bondad de su linaje. Se le dificultaba el habla, nadie sabía por qué. Hablaba extraño, pero leía bien.

"Quien dice que la ausencia causa olvido, merece ser de todos olvidado.
El verdadero y firme enamorado está, cuando está ausente, más perdido.
Aviva la memoria su sentido; la soledad levanta su cuidado;
hallarse de su bien tan apartada hace su desear más encendido..." (1)

Madow cerró el libro.

Te di tristeza.

—No, hijo. Pero las palabras son tristes.

Te di tristeza de nombre hijo.

—Pero me diste alegría cuando viniste a verme. Y ya estoy feliz. ¿Ves? Sonrío porque me gusta que vengas. Pero a tu padre no le gusta que vengas tanto. No entiende qué buscas aquí.

—Enoja a Madow, no a Amatis.

—Aunque no se enoje conmigo, no quiero que te trate mal.

Madow resopló. Apoyó el rostro en la pierna del viejo y aquel le acarició la cabeza. Y no se movió de ahí ni cuando escuchó ruidos. Era probable que Besmirtan ni siquiera se asomara para ver a Amatis. Hacía mucho tiempo que no se ocupaba de él. A Madow le asustaba que echara a su Na y que lo reemplazara con uno de los obsequios de Fetore. Tal vez desearía más descendientes. Y Amatis había enfermado años antes y no podía tener más bebés.

Para Madow las cosas serían mejores; lo llevaría a su habitación. Pero también era posible que Besmirtan quisiera deshacerse de él. Madow no pensaba permitirlo.

—Besmirtan marca a rubio. Nuevos hijos, como él. No como Madow.

—Ah, entiendo. ¿Estás preocupado?

—No Amatis abajo tierra.

Amatis asintió. Bajo tierra para Madow eran las minas, donde mucho tiempo atrás llevaron a Mike y a Ranshaw. Era poco probable que aún estuvieran ahí. Pero tal vez sí, tan maltrechos como él. Verlos sería una gran alegría, aunque fuera lo último que hiciera. Pero Madow no lo entendería.

—Amatis a Madow. No abajo tierra. Yo y Na.

Amatis asintió. Con Besmirtan todo era posible. Podía ser compasivo o cruel. Nunca se sabía.

—Diré antes de festín. Él no enojado.

—Sí, es verdad. Pero entonces vete ahora para que no tenga motivos para castigarte.

Madow se levantó y se fue, sin decir nada más. Solo dio palmadas en el rostro de Amatis. Madow apenas sonreía, pero era cariñoso en extremo, atento, detallista como nadie que hubiera conocido.

Por su parte, vivir o morir le daba bastante igual. Tenía tiempo que Besmirtan no le buscaba. Y se alegraba. Nunca fue fácil cohabitar con él.

Afortunadamente los Dankala no tenían un gran apetito. Apenas lo buscó algunas veces para engendrar a Madow, Y después, buscando crías que no se dieron nunca. La última vez, dos años atrás, resultaron en un embarazo que se perdió. Amatis casi murió y quedó tan débil, que Besmirtan supo que ya no alumbraría de nuevo. Fue la última vez que lo vio.

Lo escuchaba todos los días al ir a dormir. Pero no se veían. El espacio era tan grande, que apenas si se enteraba de lo que pasaba.

Retomó su trabajo de anudar y su mirada se perdió en la nada.


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(1) Soneto LXXXV de Juan Boscán.


Lobo Perdido Libro 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora