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En la habitación de paredes blancas y techo del mismo color, Sax pasaba todo el rato, descansando. Dos bolitas de pelo negro dormían a su lado rozando su costado. Respiraba con rapidez, pero estaban tranquilos y calientitos. Si Sax se levantaba, los pequeños se inquietaban y comenzaban a gimotear.

De todos modos, no tenía sentido salir. Lo único que podía interesarle del exterior era la comida y el sol. Pero era una mañana esplendorosa y por la ventana abierta se colaban rayos que caían sobre su estómago. Era muy agradable el calor sobre su piel. Casi podía haber dormitado.

Llevaba una camiseta blanca, subida para dejar expuesto su vientre. Los perritos buscaban estar siempre en contacto con su piel por encima de cualquier otra textura, de manera que se acostó así para complacerlos, aunque al final uno prefirió alejarse del rayo directo del sol y dormir con el pequeño hocico apoyado en su brazo, mientras que el otro tenía la cola sobre su vientre y todo su lomito pegado a sus costillas, mientras con las patas tocaba a su hermano.

Era bonito tenerlos a su lado. A partir de que llegaron a su vida, se había sentido menos solo que nunca, como si de repente sus raíces hubieran hallado una corriente abundante de amor.

Acababan de abrir los ojos un día antes; los tenían azules. Y eran diez veces más adorables que cuando los tenían cerrados.

Idris no había vuelto a ser bebé, al parecer le gustaba más estar a cuatro patas como su hermano. Pero eso no le importaba a nadie; Sax amaba a sus hijos, con cola o sin ella.

Escuchó la puerta abrirse, el clic del pasador y luego cerrarse de nuevo.

La verdad ya no se tomaba la molestia de poner el doble cerrojo porque a veces no podía levantarse sin hacer un lío. Estaba en el lugar más seguro en el que estuvo en su vida, por un lado y por el otro, continuamente tenían visitas.

O llegaba uno de los sanadores o la niñera, o Evan que se dejaba caer por ahí hasta cinco veces al día para cargar a los perritos y preguntarle si necesitaba algo o uno de los ejecutores, por cuenta propia o por parte de Evan. También un tímido Vince lo visitó un par de veces.

También su padre, después del primer ríspido encuentro en el que lo mejor fue enterrar el hacha de guerra, iba cada día.

Le había costado mucho trabajo pactar bandera blanca con él y solo fue para que pudiera visitar a sus nietos.

Oficialmente tenía padre. Al menos, las últimas setenta y dos horas. El hombre se había acicalado y cortado su cabellera que lo hacía parecer más viejo. Tres días de buena comida mejoraron el color de su semblante y le permitieron caminar erguido. Ya no tosía como si estuviera desahuciado. Tal vez los remedios de los sanadores estaban funcionando, el tipo se veía más gallardo, firme y más simpático.

Konrad tuvo razón al conocerlo tantos meses atrás. Eran muy parecidos. Al menos Sax ya sabía cómo luciría cuando tuviera los cuarenta y tantos años que tenía el sujeto ese. Destellos de un humor que reconoció como propio salpicaron sus incipientes conversaciones con los pequeños perritos. Y cuando sonreía, hasta guapo era.

Se notaba recién aseado cada mañana, cuando llegaba a visitar a los bebés. Se sentaba en silencio y los observaba o los cargaba. Si los pequeños estaban de ánimo juguetón, se tiraba en el suelo para que ellos intentaran morderle la nariz.

La primera vez que el tío llegó, Sax no habló con él.

Fue en la segunda cuando intercambiaron comentarios sobre el clima.

—¡Quien sea, espero que traiga comida porque estoy a punto de ladrar de hambre! —gritó. Esperaba que, si no venía cargado con al menos una buena bandeja de alimentos, regresara por donde había venido y cogiera algo sustancioso de la cocina. Escuchó voces amortiguadas y una risa, pero no que alguien saliera de nuevo.

Lobo Perdido Libro 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora