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Caminando como depredador enjaulado, Sax iba y venía afuera de la puerta cerrada del despacho de Evan. John estaba dentro y llevaban casi dos horas. ¿Qué no pensaba salir?

Después del parto pasó un tiempo en cama, pero desde hacía seis días que podía caminar y permanecer de pie. ¡Y era estupendo! Ya no cargaba el peso increíble de sus hijos dentro.

Los cachorros aún permanecían en su forma de lobo. Le habían dicho que posiblemente fueran cachorros el primer año, ya que ellos no verían las ventajas de ser bebés humanos completamente vulnerables y dependientes, cuando podían tener cuatro patas y husmear por todas partes a partir del primer mes de vida. Que cuando quisieran hablar, se transformarían. No había ventaja por encima del lenguaje. Entonces seguirían siendo hombres hasta la edad adulta y la siguiente vez que fueran lobos, sería como cualquier otro Alfa. Al menos eso fue lo que lograron reunir de las leyendas medio olvidadas que todos oyeron siendo niños, sobre todo Sebastián.

Mientras tanto, los pequeños retozaban a cuatro patas sin salir de su nido. Aún no abrían los ojos, gimoteaban y se arrastraban, guiados por el aroma de Sax. Los primeros días trató de tenerlos en su cama, pero comprendió que era una locura total. Los perritos no usaban pañales y el borde de la cama no parecía intimidarlos. Por fortuna, cada que se caían rebotaban. Pero no quería tener que buscarlos debajo de la cama cada que regresaba del baño o de buscar comida. No sabía cuantos golpes resistirían.

El sanador se lo dijo y dos días después tuvo que aceptar que, para ellos, lo más seguro era un rincón lleno de cojines, en el suelo.

¿Quién lo hubiera dicho?

Las podridas costumbres tenían una razón de ser. Lo que lo hacía parecer una locura era que todo mundo había olvidado esa razón, pero ahora entendía por qué los Omegas dormían en el suelo; cuando tenían crías y estas nacían en forma de lobo, lo cual no era muy común.

Seguía siendo extraño. Era como vivir en otra realidad. No importaba que fuera su naturaleza, que por instinto su cuerpo supiera qué hacer.

Creció sabiendo que los hombres no tenían partos, que no podían nacer perros de personas y que mucho menos amamantaban.

Alimentarlos seguía siendo perturbador de los cojones.

Ya alguien había ido a la ciudad más cercana a comprar un cargamento de leche de fórmula y biberones, porque Sax pensaba abandonar la práctica, apenas viera el primer diente. Se esperaban más partos en un futuro, así que era un producto de necesidad básica para la manada, de ese momento en adelante.

John salió del despacho. Su mirada preocupada se dulcificó al ver a Sax. Para alguien como él, que no estaba acostumbrado a recibir afecto, esas miradas amables, palabras consideradas y el tono de voz sosegado que los demás usaban en su presencia eran en extremo chocantes.

Le daban ganas de gruñir, aunque no como Alfa.

Más bien de maldecir, de preguntar de mala manera a cada persona: ¿Qué infiernos quieres? Y cuando el aludido dijera que no quería nada, porque eso era lo que respondían todos, mandarlos directo a volar.

Pero no podía hacer eso.

Porque la gente en Lennander, después de todo, no se lo merecía.

Así que saludó, con el estómago cerrándose para no dejar brotar el veneno que seguramente ahí producía a chorros. Contestó con un gesto de cejas y mentón alzado, en vez de la inclinación que su condición de Omega exigía, cosa que ya le habían explicado varias veces y que seguía sin asumir, por pura terquedad.

Para Sax, todos en esa maldita villa de felices para siempre, eran iguales.

—Muy buenos días, Sax. ¿Cómo te encuentras? ¿Te sientes bien?

Lobo Perdido Libro 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora