Capítulo XI

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Capítulo XI: Las tres verdades absolutas.

El oleaje toma distintos tonos de naranjo ante el sol del ocaso y junto con la sutil brisa con sabor a sal, los niños que chapotean en la costa ignoran el calor de la tarde. Parecen vivir en un mundo aparte, lanzándose agua, compitiendo sobre quién atrapó más cangrejos o quién encontró las conchas más bonitas.

Después de salir de la sorpresa de descubrirse en un nuevo lugar después del repentino ruido, Diluc no se da el tiempo de hacerse cuestionamos sobre cómo rayos ha llegado aquí ni de contemplar la bonita escena cuando ya está avalanzándose sobre el niño del parche que sostiene una caracola sobre su oído mientras que el otro pequeño lo imita; ninguno de ellos dirige siquiera una mirada al adulto, incluso cuando el hombre hace amago de tomar el brazo del de cabellos azules, y sin embargo, grande es el asombro de Diluc cuando su mano atraviesa al niño. Se queda quieto por un momento, como intentando procesar qué demonios está ocurriendo, luego observa su mano sopesando opciones y pronto da un par de aletazos experimentales sobre la figura de ambos niños, sin embargo, su mano atraviesa nuevamente sus cuerpos como si fuera alguna especie de fantasma, mientras que los niños continúan ignorándolo como si no existiera, todavía jugando en el mar.

Esta vez Diluc si se detiene un momento para observarlos, y no es hasta que su propia versión infantil lleva a Kaeya cargado en sus espaldas para luego tropezar torpemente con una roca escondida entre la arena y que así ambos caigan de bruces sobre sus caras, que Diluc finalmente se da cuenta de que es un recuerdo. Había sido uno de esos veranos donde su padre había viajado al extranjero y por motivos de fuerza mayor no los había podido llevar en su viaje, por lo que, a modo de disculpa, Crepus había ordenado a Adeline llevar a los chicos de camping o a pasear regularmente para que no se aburrieron demasiado en casa. Diluc recordaba especialmente este verano porque por todos los viajes a la playa que habían hecho, había terminado con un montón de quemaduras por las cuales Kaeya había dicho que su piel anteriormente blanca estaba igual de roja que la coraza de un cangrejo.

Por la claridad con la que mantenía los recuerdos de ese verano, cualquiera podría decir que las quemaduras habían trascendido a un tipo de dolor más allá de lo físico.

Sin darse cuenta, se queda más tiempo del necesario observando desde la distancia a los niños jugar, y repentinamente incómodo por el ataque de nostalgia y con la forma en que este lugar desconocido parecía embriagarlo con los recuerdos y enredar sus propios sentimientos en ellos, el pelirrojo se gira para abandonar la playa, pensando ahora en los lugares dónde a Kaeya más le gustaba esconderse cuando jugaban a cazadores y rebeldes, y sorprendentemente no tarda demasiado en recordar sus lugares favoritos. Maldice para sus adentros el haber sido llevado sin razón aparente a las costas de su tierra natal y temiendo demorar demasiado en llegar a su destino, pronto pone marcha en dirección hacia la mansión fuera de la ciudad, en el Viñedo.

En realidad, se demora muy poco en llegar, tal vez porque este extraño mundo de memorias y ensueño no funciona con las leyes físicas de la realidad, pero a Diluc ese detalle lo trae sin cuidado y en cambio lo arroja a algún rincón de su mente para preguntar después.

No es hasta que empieza a visualizar las viñas llenas de enredaderas y cargadas de uvas moradas que nuevamente escucha las risas infantiles, que parecían ser parte fundamental de todos los pedazos de este mundo que había alcanzado a vislumbrar hasta ahora. La verdad sea dicha, Diluc no recordaba haber reído tanto a esa edad, pero este extraño sitio estaba lleno de ellas, al punto en que era más fácil distinguir su propia voz infantil riendo que la del mismo propetario del lugar. Frente a sus ojos logra captar un destello de luz, y cuando su vista se enfoca, puede distinguir un delicado cristalóptero que huye de los dos pequeños que corren tras él, dando brincos para intentar alcanzarlo; cuando niños siempre competían para todas las cosas, atrapar cristalópteros había sido otro más de sus juegos usuales. Los ojos de Diluc se entrecierran ante la figura de ambos niños, pero pronto actúa como si no hubiese visto nada y se dirigue hasta la entrada de la mansión, donde recuerda que estaban los sitios en los que a Kaeya le encantaba esconderse.

En el ojo de la Tormenta - Genshin ImpactDonde viven las historias. Descúbrelo ahora