PARAGUAS

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Marinette jamás había sentido que un pastel pesara tanto, en ese momento la caja que llevaba en las manos parecía tener tantos kilos como un yunque. Marinette suspiró, apesadumbrada, reticente a entrar en el edificio. Se sentía como una idiota, parada así como estaba frente al portal de hierro y cristal, pero era incapaz de mover las piernas hacia delante. Aquello era vergonzoso y deprimente.

Estuvo tentada a salir huyendo cuando el portero que aguardaba en el hall se acercó a la puerta y la abrió, observándola con una mirada altiva.

—¿Se le ofrece algo, señorita?

E hombre era alto como un armario empotrado y elegante cual cigüeña. La observaba desde su altura con el gesto serio y estirado, como si tuviera decenas de hilos tirando de su cara para mostrar la expresión más afilada y arrogante posible.

—Vengo por la fiesta de Chloé Bourgeois —explicó Marinette en un hilo de voz, deseando desaparecer de allí o, directamente, no haber puesto nunca un pie allí.

—¿Nombre?

—Marinette Dupain-Cheng.

El portero levantó una tableta y revisó el listado con mirada fría. Marinette se mantuvo en su sitio, reticente siquiera a respirar.

—Adelante, señorita Dupain-Cheng —dijo el portero, abriendo por completo la puerta y haciéndose a un lado.

—Muchas gracias.

Marinette avanzó por el hall hasta llegar al ascensor. Cuando el mecanismo timbró y las puertas se abrieron, Marinette descubrió que en su interior había una mujer joven y sonriente vistiendo un uniforme sobrio—. ¿A qué planta va, señorita?

Su voz era dulce, pero mecánica. Marinette se preguntó cómo debía ser trabajar metida en una caja que subía y bajaba, así ocho horas al día. Todo porque había gente que no quería siquiera pulsar los botones de un ascensor. Marinette se estremeció, abatida por la mera idea.

—Voy a la vivienda de los Bourgeois —comentó Marinette, entrando en el ascensor, sabiendo que Chloé no había dejado el número del apartamento.

—Vamos al ático entonces —le contestó ella antes de accionar el ascensor.

Se mantuvieron en un silencio tranquilo, aunque incómodo, durante los dos minutos que tardó el ascensor en trasladarlas hasta la última planta. Cuando timbró y las puertas se abrieron, la ascensorista le sonrió con la misma mueca amable y vacía.

—Hemos llegado.

Y por alguna razón, Marinette sintió que esas palabras le habían abierto las puertas del infierno.



—¡Marinette! ¡Al fin llegas! —la saludó Nino nada más verla entrar—. Pensaba que no venías.

—Ya, supongo... —le respondió Marinette, tratando de formar una sonrisa en los labios, sin mucho éxito.

El ático estaba lleno de gente, algunos eran alumnos del instituto, pero había muchos adolescentes a los que no conocía de nada. Supuso que Chloé había organizado aquella fiesta pensando también en sus amigos del club, lo que era raro porque le gustaba diferenciarse en clase por ser capaz de rodearse de los círculos más selectos. Quizás los había reunido a todos ahí para poner a sus compañeros de clase en su lugar. Marinette se tragó la bilis que le subió por la garganta, ácida, asquerosa y desagradable, ante la idea.

—Alya está más adentro, donde la escultura de hielo, pero si quieres dejar el regalo tienes que ir hasta la mesa que está allí —le señaló Nino una mesa a poca distancia que estaba repleta de paquetes de todos los tamaños.

Atrapada entre bitsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora