ENCANTO

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El coche olía igual que el desinfectante que usaban en casa para el baño. Marinette se preguntó cómo el conductor no se mareaba con aquel penetrante aroma a limón. Era tan fuerte que resultaba sofocante. El coche estaba tan impoluto que se preguntó si el olor provenía de eso o de la botellita de cristal a medio enroscar que pendía del retrovisor.

Estaban varados en medio de una rotonda, con un atasco terrible por ser hora punta. Marinette podía ver, desde los cristales tintados de las puertas, a la gente caminando rápida por las aceras próximas.

—Lo siento —se disculpó Adrien, sacándola de su ensimismamiento—. Dijiste que llegarías antes a casa en metro, pero yo insistí.

—No te preocupes, el tiempo no es problema —dijo Marinette—. Les agradezco que me lleven a casa, es tarde.

También le lanzó una mirada al conductor, quien Adrien le había dicho que era su guardaespaldas, pero no le dirigió la palabra. Tampoco es que hubiera dicho mucho desde que se lo encontraron en la salida de la feria.

—Ya, se nos ha hecho de noche sin darnos cuenta.

Aún así pudo percibir el arrepentimiento en su voz. Su rostro estaba parcamente iluminado por las farolas de dentro de la rotonda y los faros de los coches, pero aún así pudo adivinar la preocupación.

—¿Sabes qué? —preguntó Marinette, intentando sacarle de esa vorágine de pensamientos avergonzados y lamentables—. Tengo algo para ti.

Adrien, que había apoyado la mejilla contra su puño, se giró en su dirección. Tenía el ceño fruncido y la mirada perdida, producto de la confusión.

—¿Algo para mí? —repitió Adrien, perplejo.

—Sí, entre tantos juegos se me olvidó dártelo —explicó Marinette, cogió su bolso y lo abrió, buscando un pequeño sobre azul hecho con origami—. Toma.

Adrien lo tomó con mucho cuidado, como si se tratara de un tesoro, y desdobló el sobre. Cada uno de los pliegues en el papel estaban hechos con un pulso firme y fue fácil seguir la estructura para deshacerlo sin romperlo. Cuando desplegó todo el papel encontró en su centro un bordado que no sería mucho más grande que la palma de su mano.

Tenía una flor en el centro con muchísimos pétalos, la corona exterior era una vibrante escalera arcoíris, mientras que la interior la teñían rosas pálidos, suaves azules y blancos impolutos. La flor la sujetaban dos manos que se hacían una promesa con el dedo meñique.

—Es precioso —comentó Adrien, pasando los dedos por encima de la tela.

Podía palpar las puntadas firmes y eficientes, los detalles hechos con cariño.

—¿Te gusta? —le preguntó Marinette entusiasmada—. Temía que pudiera parecerte demasiado cutre.

—No, tiene su encanto.

—Esa es una forma rara de decir que algo te gusta —advirtió Marinette—. Como cuando vas a casa de tu tía porque tu padre te obliga, la decoración es horrible y dices que tiene encanto para no recibir un bastonazo en la cabeza.

A Adrien se le escapó una carcajada. Aunque tampoco es que hiciera mucho esfuerzo por contenerla. Con Marinette nunca le hacía falta al parecer, era de las pocas personas con las que se encontraba así de cómodo. Aunque eso ella no lo sabía.

—No, en serio, me gusta, ¿lo hiciste tú?

—Sí, era un proyecto de clase —le explicó Marinette—. Yo y Rose, mi compañera, teníamos que hacer algo que representara la primavera. Bueno, toda la clase tenía la misma tarea en realidad. Al final nos decidimos con que la primavera significaba libertad, confianza y confraternidad, una estación de nuevas oportunidades donde todos pueden ser quien realmente quieren ser, un mundo más colorido y más armonioso.

Atrapada entre bitsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora