Capitulo 32

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Daniel no sentía envidia, era un sentimiento egoísta y mezquino que él detestaba y no entendía. Era feliz con su vida estructurada, sus obligaciones y responsabilidades. Hacía años que no sentía ese monstruo que estaba en su pecho en ese momento. No lo entendía, nunca lo entendió. Pero ahí estaba, la única persona que lograba despertar su envidia.

Su hermano Christopher fue y era la única persona en el mundo a quien Daniel veía con envidia. Siempre había sentido amor por su hermano, pero siempre había envidiado su libertad. Mientras que él estaba siempre atado a las reglas, las normas, su hermano solía pasarlas por encima. Pero no era una opción para su hermano, Christopher era así, no porque lo quería o se esforzaba, la libertad estaba en su ser. Miraba la vida desde otro lado, con un optimismo envidiable, con una sonrisa ante las adversidades y con una mirada de desprecio hacía las reglas y formalidades.

Esa irreverencia hacía la vida misma era algo que él no podía comprender, pero que en secreto anhelaba. Había descubierto desde niño que hacer las cosas que se esperaban de él le ahorraba discusiones, malos tratos y malas miradas de su padre. En cambio Chris había desafiado a su padre, había viajado por el mundo y había disfrutado de una libertad que él jamás podría comprender. De los tres, había disfrutado de libertad, siempre hizo lo que quiso.

Un día se había cansado de las aplastantes cargas con que su padre intentaba hacerlo entrar en razón, entonces había levantado sus cosas y se había ido. Durante dos años él fue el único con el que habló, en el que se apoyó y de la misma manera lo fue para él. Su relación había cambiado, él comprendió en ese momento que nada era tan simple como él creía y que esa libertad que su hermano disfrutaba era una carga tan pesada como un hombre esperando su sentencia.

Cuando dejó de llegar al puerto se alarmó, cuando finalmente el barco donde su hermano navegaba llegó y él no estaba se preocupo. Desde ese momento había perdido el rastro de él, aunque él podía jurar que lo había visto fugazmente a lo largo de diez años. Y lo había extrañado, lo había esperado y anhelado hablar con el.

Y ahí estaba, sentado al lado de una mujer que miraba como si viera en ella el mundo. Nada del anhelo que él había visto en sus ojos durante años empañaban ahora su mirada. Su atención se desvió hacia ella y suspiró pensativo. No era una belleza, había visto a su hermano detrás de mujeres muy hermosas y definitivamente mejor educadas. Era agradable si uno pasaba por alto su falta de educación y etiqueta. Pero una mirada a su hermano, su forma de ser con ella y uno la veía diferente.  Sus ojos brillaban y su orgullo y amor rebosaban mientras la miraba, le acomodaba el pelo, la tomaba de la mano o apoyaba su mano en su espalda para guiarla mientras volvían al salón. Y entonces él noto como cambiaba a sus ojos, el suave rubor cuando él le hablaba en el oído, como sus labios se curvaban en grandes sonrisas, o las miradas maliciosas que ella le dedicaba antes de contestarle en susurros en el oído haciendo que el la mire con arrolladora pasión. Y sus ojos, dos faros celestes que no perdían información, que miraban todo sin perderse nada. Y entonces ella se volvía hermosa, se volvía especial y tan irreverente como él.

  Él se había enamorado una vez, o al menos lo había creído. Ahora al ver el amor tan crudo enfrente, se preguntó si no se había equivocado. Pero la vida… o un hijo de puta se lo había quitado. Baumman, ese simple nombre bastaba para hacerlo enfurecer. Ella había cruzado el atlántico con su familia, prometiendo volver en unos meses y en su viaje de vuelta un pirata había asaltado el barco donde viajaba, no hubieron sobrevivientes. Y el objeto de su envidia, podría tener información sobre él.

Era sabido que los marineros se conocían, oían las noticias y él sabía que su hermano era una posible persona que no solo podría saber el paradero de ese hombre sino que podría haberlo conocido. Había intentado con ahínco conocerlo en los diez años en que fue el rey del mar, y tres años antes, en la muerte de su prometida lo esperó todos los días en el puerto buscándolo, esperándolo. Pero el infeliz había muerto. Ya no podía hacer nada contra un muerto, pero necesitaba saber si estaba realmente muerto, porque sin cuerpo no hay confirmación.

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