Capítulo once: My eyes on you

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G I A

Mi miedo irracional hacia los hospitales había nacido cuando apenas era una niña. Nunca me había gustado venir a sitios así.

Los raros aromas que desprendían los pasillos cuando más te adentrabas o lo tenebroso que se veía cuando te quedabas solo, era lo que más odiaba.

Pero aprendí a acostumbrarme. Tenía que hacerlo. Venir constantemente con mi madre comenzó a ser ese impulso para vencer ese absurdo miedo.

Cuando tenía apenas trece años, fue cuando comenzó toda esta faena. Mi madre había elegido una de las formas más horribles para desahogarse y cada tanto teníamos que venir a urgencias. Todo era para curar su dolor. Bueno, eso era lo que ella me repetía constantemente.

Que debía conllevar de alguna manera el que yo fuera su hija.

Doblando la esquina del pasillo vi su puerta, la que me indicaron en la entrada, y fue casi instantáneo el que mis pies se plantaran en el suelo evitando que avanzara.

— ¿Señorita?— la enfermera que me acompañaba me lanzó una mirada rara— Ese es el cuarto.

— Sí, yo...no voy a entrar.

— ¿Está segura? Estoy por darle el alta...

— No, me quedaré aquí y por favor no le diga que vine.

La duda resplandeció en su mirada, pero fue más comprensiva sólo asintiendo y girándose para dirigirse al cuarto.

Los enfermeros y doctores, se paseaban por el pasillo con una sintonía ya ensayada, regalándome pequeñas sonrisas al cruzar a mi lado.

Había anulado cualquier tipo de visita tras esa llamada, no quería ver a mamá y la enfermera apareció entender luego de la cuarta insistencia diciendo que ella saldría el lunes por la tarde. Y eso fue lo suficiente para que ahora me encontraba aquí, esperando verla desde lejos.

Conforme pasaban los minutos, no podía evitar tener el impulso de solo irme, a ella no le importaría si estabas aquí, pero quería asegurarme de que al menos su estado era estable.

Pasaron creo que segundos antes de ver a la mujer, de la cual heredé mis rasgos, salir de allí con un enorme abrigo, unos leggins grises y las botas que le regalé hace cinco años para su cumpleaños.

Y a pesar de no tener contacto con ella por más de once meses, mi madre no había cambiado nada de sus aspecto, seguía igual.

Mi corazón bombeaba en mis oídos, y ese suave sabor amargo se entendió por mi boca. No avanzaría hasta ella, no le diría buenos días y la abrazaría, no lo haría. Pero esa pequeña niña en mí, sí quiso ir a abrazar con mucha fuerza a la mamá que le regalaba chocolates cuando se caía y acariciaba su cabello cada que se padre le regañaba por robar cartas del buzón. La abrazaría sabiendo que estaba bien. Que no le ocurrió nada.

Y no fui consciente del momento en que mi pie dio un paso en falso, de repente esas raíces que se habían plantado el suelo y entrelazado con mis tobillos me habían dejado libre y mientras veía a mi madre hablar con la enferma quise avanzar hasta ella, mi cuerpo quiso hacerlo.

Pero fue como una patada al estómago, cuando segundos después, un hombre salió de la misma habitación, el hombre que llevó a mi madre hasta su límite y la sigue llevando, salió de allí con aires de grandeza pasando el brazo por los hombros de mi madre y sonriéndole cortamente a la enfermera, no sin antes inspeccionarle de pies a cabeza mientras discretamente acomodaba su entrepierna.

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