Capítulo treinta y tres: Oh, Romeo, Romeo ¿Dónde estas que no te veo?

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(capítulo laaargo)

G I A

Bueno, otro problema en la bolsa.

Estando sentada en el asiento del autobús en camino a casa, me llevé la mano a la boca y el último pedazo de pastel se derritió en mi lengua casi al instante. Podría decirse que desperdiciar comida estaba mal y ese hecho nunca sería comprobado conmigo.

Debía agradecer a Alex por no objetar cuando me levanté y corrí con el pastel gratis en la mano.

Queriendo verificar mis mensajes por quinta vez, saqué el teléfono de mi bolso y revisé mi buzón de entrada. Nada. RJ no daba señales de vida. No entendía qué ocurría con él. Su teléfono estaba apagado desde la mañana, pero ¿por qué?

Preocupación sin sentido era algo que me prohibía sentir, por lo que, sin contestar a mis llamadas ni mensajes, no sabía qué hacer más que ir en su búsqueda. Y la primera parada era el departamento.

La comezón de adrenalina me estaba golpeando el cuello y los dedos temblorosos de mis manos. Masón prácticamente había tirado la noticia sin previo aviso y contando que tenía un tiempo reducido, el decirles a los muchachos era algo de primera importancia.

Mientras miraba por la ventanilla, los pensamientos me carcomían ante la posibilidad de una catástrofe en su punto inminente. No olvidaba el pequeño detalle de la líder de la familia Maxwell y su negativa ante la idea de que su hijo menor viajara para tocar en distintas ciudades. Ese era otro problema sin resolver. Y no tenía idea como hacerlo ahora mismo.

Esperaba que hablar con RJ solucionara todo. O tal vez solo verlo.

Resoplando, me levanté, me dirigí hacia la puerta y bajé en la próxima parada. Está en específico, no me dejaba a las puertas del departamento, tenía que caminar unas calles para llegar hacia el piso, por lo que mis pasos fueron rápidos y decididos.

No era muy tarde, el día se estaba ocultando dejándole lugar a la noche, pero podrían percibirse el tono anaranjado del atardecer.

— Gia.

Una mano envolvió mi brazo y giró mi cuerpo con fuerza. Un grito involuntario escapó de lo más hondo de mi garganta e inconscientemente mi brazo se levantó y mi codo impactó con la mandíbula del desconocido al mismo tiempo que me giraba con la respiración agitada. En cuanto mis ojos dieron con los suyos, un leve escalofrío cruzó mi columna.

Miles.

Soltó una maldición y volvió a acercarse.

— Vaya, tienes mucha fuerza— dijo con una mano en su mandíbula.

Parpadeé y retrocedí.

Me detuve con sorpresa. Frente a mí estaba Miles. Mirándome de manera inquietante mientras se recomponía. Tranquilo. Con sus manos metidas en sus bolsillos y su postura relajada.

Me tensé y busqué gas pimienta en mi bolso de forma disimulada.

— ¿Qué haces tú aquí?

— Solo hablar contigo.

Solté una risa seca.

— ¿Hablar? No puedes acercarte así conmigo. Tienes una perimetral que te prohíbe hacerlo.

Eso no pareció afectarle.

— Ya lo sé.

Era alto, tanto como lo recordaba. Su cabello rubio, sucio e ileso, el cual no tenía ningún vestigio de canas a diferencia de mi madre. Siempre dije que su mayor error fue meterse con alguien quince años menor que ella. Miles no pisaba más allá de los treinta y dos cuando lo conocí.

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