IX

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Querido anónimo,

no mienten cuando dicen que ves toda tu vida pasar frente a tus ojos cuando mueres, cada pequeño detalle que creías haber olvidado, cada recuerdo triste y feliz, cada tono de voz de la gente con la que hablaste, cada sonrisa, cada mirada y cada lágrima, cada tonalidad de azul reflejada en el mar de verano y cada tonalidad de verde en las hojas primaverales. Ves incluso los momentos de oscuridad. Esos en los que estabas por las noches dentro de la cama, con las luces apagadas y las sábanas por encima de tu cabeza, porque tenías miedo de los monstruos que cruzaban como sombras por tu ventana. Todo, absolutamente todo pasa de nuevo frente tuyo con una claridad que no notaste la primera vez que lo viste, que lo viviste.

No mienten cuando dicen que no sientes dolor, porque el dolor es al principio, cuando aún notas la luz atravesando como espadas tus pupilas. Luego es simplemente nada. No sientes, no ves, no oyes. Sólo estás centrada en las imágenes que parecen no querer acabar, que no quieres que acaben. Incluso admito un sentimiento de paz cuando éstas son de momentos felices aunque ya lejanos.

Como cuando jugaba a papás y mamás con Ali, Christian y Spencer. Y Ali siempre era mi hija, y Spencer mi marido. Y Christian jugaba al principio con nosotros haciendo de mayordomo hasta que se hartó de las cosas de niños y empezó a ir a lo suyo.

O imágenes de cuando tenía en primaria una supuesta mejor amiga y cantaba con ella las bandas sonoras de nuestras series favoritas, porque las compartíamos todas.

Y es que ni siquiera las imágenes de momentos trises son dolorosas, te hacen darte cuenta de cuán viva estuviste, cuán feliz tuviste que ser para luego poder sentirte tan sumamente hundida.

Porque no existe soledad sin haber experimentado la calidez de la compañía, no existe oscuridad sin haber visto la brillante y agradable luz, no existe tristeza sin haber sentido la felicidad, la alegría y las ganas indescriptibles de seguir viviendo cuando eres consciente por primera vez de cuánto puede cambiar un pequeño detalle, porque quieres realizar más, quieres ser más, quieres ver con tus propios ojos a dónde te dirige cada paso que un día diste.

No mienten tampoco quienes hablan sobre la luz al final del túnel. Salvo que no es un túnel, ni es del todo una luz, sino más bien una salida que se nota a pesar de no verse. Estás ahí, en la más profunda oscuridad, en donde lo único que se ven son las imágenes de tu vida, y entonces, poco a poco las imágenes se terminan, y sabes que es el momento de elegir.

Quedarte en esa oscuridad con la esperanza de que algo llegue y la ilumine, o irte a donde quiera que esa salida te lleve.

No recuerdo qué elegí, sólo que esas tranquilidad e insensibilidad permanecieron en mí en todo momento.

Realmente, hay tantísima paz cuando uno muere.

Pero yo no lo hice.

Porque, morir no me hizo sentir apenas nada en comparación a cuando Derek entró en mi habitación y me dijo que me quería y que no iba a dejarme marchar.

Así que no iba a hacerlo. No ahora. No quería.

Estuve dispuesta a abandonar la paz de la muerte sólo por la paz de abrir los ojos en el hospital y verle a mi lado, sin hacer caso a las caras extrañadas de mis padres y las enfermeras.

Cuando conseguí a base de promesas y súplicas que todos salieran y nos dejaran solos en la habitación, Derek me cogió ambas manos y me besó.

Para mí, fue como el primer beso de mi vida.

Como olvidarlo todo antes de ese momento.

Ya había revivido mis últimos quince años mientras esperaba a la oportunidad de elegir entre la vida y la muerte, ahora, todo empezaba de cero.

Y quería que fuese con él.

-Te quiero -le susurré cuando lentamente se apartó de mí con sus grandes ojos verdes brillando.

Él me miró tímidamente y me dio un último beso antes de salir de la habitación para dejar entrar a mis padres, que empezaban a alzar la voz fuera en el pasillo.

-Hija, ¿quién es ese chico? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué nos han tenido que hacer salir del trabajo porque decían que tenías una sobredosis? ¿Es cierto? ¿Has tratado de matarte? -mamá corrió hacia la camilla en la que yo descansaba seguida por Mike y me cogió una de las manos que segundos antes había estado entre las de Derek.

Yo la solté y la miré de manera fría, ya no había nada que ocultar.

-Ese chico se llama Derek, va a mi clase y es quien me ha traído al hospital. Ha pasado que me tomé todas las pastillas para dormir que me quedaban. No es cierto, el estúpido hombre de tu lado no trabaja, por lo que no lo han hecho salir de ningún lado. Sí, me han ingresado con una sobredosis y han tenido que hacerme un lavado de estómago de urgencia. Sí, he tratado de matarme.

Me harté. Llevaba mucho tiempo al límite y allí exploté. Porque, al fin y al cabo, no me quedaba otra opción que hacerlo. Sino, mamá hubiese empezado a preguntarme que por qué traté de matarme teniendo una familia, que por qué no había ido a pensar en lo mal que lo pasarían por mi acto cobarde, etcétera, etcétera, etcétera. Y yo hubiese tenido que admitirles que si había tenido los huevos de hacerlo, era porque tenía la seguridad de que les importaba una mierda y que en un par de semanas podrían seguir con su vida como si yo nunca hubiese existido, tal y como mamá hizo y me obligó a hacer en cuanto a la muerte de mi padre una vez nos marchamos de la ciudad.

Por eso creí mejor admitir que me odiaba y que quería morir, que no decirles que les odiaba a ellos, y que sabía cuánto de mucho me odiaban a mí.

Mamá se me quedó mirando desconcertada, y luego, seguramente fingiendo, se echó a llorar abrazándose a Mike.

-¿Qué he hecho yo para merecer esto? -sollozó mientras yo miraba hacia la puerta entreabierta de la habitación, desde donde podía ver a Derek sentado en las sillas del pasadizo, cabizbajo y con las manos unidas entre ellas en medio de sus piernas entreabiertas, apoyando sus codos en las rodillas.

Había empezado mi nueva vida.

Y ojalá junto a él.

Y sé que tú vas a estar apoyándome en ello.

Cartas a un anónimoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora