Separación

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Los días pasaban y la culpa consumía a Ele.

Empezaron a tener los primeros exámenes del curso y no pudo ver a Spencer en una semana y media.

Las imágenes de esa tarde, después de salir del psicólogo, cuando se encontró con Alberto y pasó lo que no debió haber pasado, todas ellas se repetían en su cabeza alejándola de la realidad.

Sin poder dormir, sin poder estudiar, sin poder hacer nada más que recordar una y otra vez lo mucho que la cagó.

Cómo no quiso aceptar su ofrecimiento de ser su amigo y sólo su amigo, cómo agarró sin pensarlo su mano y empezó a jugar con sus dedos mientras le miraba con ojos cristalizados en lágrimas de rabia, hacia sí misma, hacia Drew, hacia la posibilidad de perder a Spencer, cómo de alguna forma terminaron yendo a pasear juntos por las calles siempre vacías por las que se paseaba con Derek cuando estaban juntos, y cómo aquello sólo aumentó la presión de su pecho y las ganas de cometer la mayor gilipollez que podía querer cometer.

Cómo, finalmente, terminaron en la casa vacía de Ele haciéndolo con los preservativos que tenía escondidos en el segundo cajón de su mesilla para las noches de viernes que Spencer pasase con ella.

Los preservativos que tenían que haber sido para Spencer y para nadie más que él.

Cómo, una vez terminaron, Alberto cometió el terrible error de decirle que se había enamorado de ella y que quería hacer lo posible por estar a su lado y hacerla feliz, como si hubiese olvidado que el motivo de que estuviese mal fuese porque quería y no podía, al parecer, estar con el chico al que amaba.

Y cómo, Ele, en vez de pararle y disculparse por tal enorme desliz, cometió el aún más terrible error de decirle que agradecía su preocupación.

A las ocho y media de la tarde llegó Carla de su reunión.

Alberto aún estaba con ella.

Ele le dio su número de teléfono para que pudiesen seguir hablando y, una vez vestidos, bajaron y le dijo a Carla que era un compañero suyo de clase con quien había quedado para hacer un trabajo.

Por suerte, Carla no se dio cuenta de que en realidad Alberto tenía dos años más que ella, y, después de saludarle y ofrecerle algo de comer, le dejó marchar a su casa.

-Ya te llamo -se despidió Alberto con un pequeño beso en los labios cuando Carla no miraba.

Ele sonrió y no contestó, seguía en una especie de estado de shock, como si no fuese cien por cien consciente de lo que estaba ocurriendo, de cuánto la estaban cagando entre los dos.

Una vez Alberto se fue, se encerró en el baño para darse una ducha y lloró y lloró cuando alcanzó a darse cuenta por completo de su error.

A la mañana siguiente vio a su anónimo fumando a la salida del instituto, y por la tarde le escribió su decimosexta carta.

Ahora, habían pasado casi dos semanas, y no podía olvidar esa tarde con Alberto, no podía dejar de sentir esa terrible decepción y odio hacia sí misma.

En cambio, había superado por completo el hecho de que su anónimo no fuese perfecto, e incluso empezaba a ver muy atractivo el hecho de que fumase, pero también se culpaba a sí misma porque él ya no fuese el del principio.

Como si los cambios de un tío que ni sabía de su existencia fuera de las cartas pudiesen ser en absoluto culpa suya.

Pero ese día no tenía tiempo para culparse de todo eso.

Ese día era una tarde de octubre.

Una tarde de octubre que podría haber sido completamente normal, con su viento, su temperatura que ya la hacía tiritar a momentos y sus nubes anunciando lluvia cuando menos lo esperase, pero no iba a serlo, no iba a ser en absoluto una tarde normal.

Cartas a un anónimoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora