V

125 11 0
                                    

Querido anónimo,

es un sentimiento tan simple que hasta me siento inferior por no ser capaz de evitarlo.

Ese ardor en las mejillas, esa forma en la que sientes palpitar tus venas, esas ganas de gritar hasta quedarte sin voz, de romper todo a tu alrededor.

No es algo ni agradable ni interesante de sentir.

Odio.

Ni siquiera la palabra es atractiva.

Lo hablé con Drew y me dijo que era natural sentir odio.

Al igual que era natural que una parte, aunque pequeña, de mí se negase a querer sentirlo.

Pero creo que no me entendió demasiado bien.

Esa parte de mí no me pide que no le odie -a Derek-, lo que me trata de decir es que no tengo motivos para hacerlo.

Y por eso he estado estos días tan de malas conmigo misma.

¿Cómo puedo yo, que he sentido su ignorancia, su rechazo y sus ganas de querer hacerme daño, decidir de pronto que no hay motivos para odiarle?

Aunque parezca estúpido, he terminado por enfadarme más conmigo que con él.

Y una vez experimentado el odio hasta tales extremos hacia él y hacia mí, admito que lo de Jessica jamás fue odio aunque intentase decirme que sí.

Le tenía envida, le tengo envida, y me daba algo de rabia por tratarme como todos hacían y por haberse reído de lo de mi padre, pero no la odiaba.

No la odio.

Ni creo que sea capaz de hacerlo nunca.

Es preciosa, te la miras a los ojos y ves ese brillo de tristeza que tienen muchas de las personas a las que considero especiales.

Su cabello es también precioso y, aunque parecido al mío, a ella le queda bien.

Y tiene además un cuerpo envidiable, la clase de cuerpo que yo buscaba tener cuando empezó lo de mi anorexia.

Desde sus pequeños pies, pasando por sus piernas delgadas, su pequeña cintura y sus bonitos y suficientemente grandes pechos, hasta su cara de niña, con esos ojos de mirada tan natural, esa nariz respingona y de punta algo cuadrada y esos labios preciosos, rosados y de forma irresistible.

Lo reconozco, anoche soñé con ella –supongo que entiendes a qué clase de sueño me refiero-, y al despertar decidí todo esto.

Que me da igual que ella me odie a mí y que no quiera saber nada que tenga a ver conmigo, pero que no seré capaz de odiarla nunca, ni tampoco quiero, no necesito hacerlo.

Es, además, de esas personas que llevan una marca en su corazón que impide que nadie pueda odiarlas de verdad nunca.

Lo sé.

Realmente me alegro de haberlo descubierto antes de hacer o decir alguna tontería.

Y a ti.

Dios mío.

No sabes lo que me enfadé en ese momento, cuando él dijo tu nombre, el lunes.

Y probablemente no lo entiendas, porque no tienes ni idea de lo difícil que es escribirle a alguien de quien creías saber tanto, y no sabes absolutamente nada en realidad.

No sé casi ni tu nombre, por así decirlo, sé cómo te llaman, sé tu nombre completo, sé cómo te llamo yo, pero, dime, ¿de qué me sirve todo ello si jamás podré decirte tu nombre a ti?

No podré gritártelo, ni susurrártelo, ni tartamudeártelo, ni repetírtelo hasta que me falte el aire.

Y es que quisiera llenar tus oídos con tu nombre, tus nombres, día y noche, hacerte hartarte de ellos, para que nunca te hartases de mí.

Joder, creí enamorarme de una persona que en realidad no era, pero he descubierto que me había enamorado de ti, de tu aspecto, de tu voz, tu ropa, tu mochila, tus andares, de no saber nada de ti.

He descubierto que me enamoré de ti porque no te conocía, porque me gustaba esa ignorancia, porque me gustaba imaginarte a mi antojo.

Así que prometo que ese será mi último enfado, prometo que a partir de ahora jamás volveré a torturarme con que no te conozco.

Porque eso es lo bonito, que no lo hago.

Y ahora, ¿cómo terminar una carta tan llena de odio y rabia con algo de amor?


Cartas a un anónimoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora