Quedada

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ELE: Tenemos que quedar.

IBAI: Tienes razón, hace casi una semana que no follamos.

ELE: No hablo de eso.

IBAI: ¿Entonces?

ELE: ¿Te acuerdas de lo que te dije en la convención?

IBAI: ¿Cómo voy a acordarme de eso? Han pasado más de dos semanas ya.

ELE: Dudo que hayas podido olvidar justo eso.

IBAI: ¿El qué?

ELE: No importa, quedemos y entonces podremos hablarlo debidamente.

IBAI: ¿Hablar? Pero también follaremos, ¿no?

ELE: Hahaha eres un idiota.

IBAI: Sólo he podido hacerlo contigo tres veces, con la de meses que llevaba sin poder mojar deberías entenderme.

ELE: Quedamos el jueves, a las cinco.

IBAI: ¿Un jueves? Mi casa estará ocupada.

ELE: No pasa nada, la mía no.

IBAI: Genial, aún no la he visto nunca.

Ele bloqueó el teléfono y, tumbada aún en la cama, miró hacia el techo, aún lleno de pequeñas estrellas ya casi imperceptibles.

Eran las dos de la madrugada de un martes doce de mayo.

Habían pasado tres semanas desde la convención y, a pesar de su firme convicción en dejar lo suyo con Ibai, aún no había encontrado la oportunidad.

La primera vez que quedaron después de aquello, él parecía tan feliz con poder hacerlo por fin en una cama y teniendo todo el tiempo del mundo que Ele no se atrevió a quitarle la ilusión de volver a tener sexo de verdad.

Y, después de un polvo no puedes cortar con alguien como si nada.

La segunda y última vez que quedaron hasta entonces -porque entraron en época de exámenes-, Ele empezó a creer que cortar sin saber a ciencia cierta qué sentía él era algo desconsiderado.

Aunque lo más probable era que no sintiese nada y que sólo quisiese hacerlo con una chica cualquiera a la que considerase atractiva -y se dejase-.

De todas formas, aunque pudiese doler un poco enterarse de que le quería mucho más de lo que él la quería a ella, necesitaba saberlo.

Sino no podía tomar una decisión definitiva.

Y es que a estas alturas Ibai le importaba y le quería tanto como a Jessica.

Más bien, llegaban a ser tan parecidos porque los sentimientos por ambos habían empezado siendo algo así como una obligación, como algo que debía hacer.

Algo a lo que no podía negarse, ni quería, porque sabía que habían hecho mucho por ella, ya fuese queriendo o sin querer, ya fuese más mal que bien o al contrario.

Era su deber quererles a ambos, pero no podía quererles del mismo modo y a la vez.

No estaba bien.

No servía como recompensa por todo.

Así que ese día, ese jueves catorce de marzo, tenía dos citas.

Una a las cinco -la hora de siempre- en el parque del centro con Ibai, para ir a su casa y hablar de qué sentía él por ella y si merecía la pena seguir como pareja o si sólo les causaría dolor y molestias a ambos, y la otra a las diez, en casa de la abuela Frances, que estaba de viaje, con Jessica, para hablar con ella de lo que decidiese hablando con Ibai.

Cartas a un anónimoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora