Capítulo 3: Fernando

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Fernando

-Fernando, necesito cancelar nuestra cena. Surgió un imprevisto. -

Omar Carvajal siempre desapareciendo al último momento. Seguro me cambió por esa mujer que lo traía enloquecido últimamente. No me podía enojar con él, el código de caballeros lo prohibía, pero eso no evitaba mi frustración. Me dirigí al único lugar donde podría transformarla en algo beneficioso. Me fui directo a la azotea de Conceptos donde había acondicionado un gimnasio a mi gusto. En mi casa también había uno, pero en mi casa también había una Marcia furiosa que tenía algo importante que decirme -gag- con la que no quería lidiar en estos momentos.

Después de cambiarme de ropa y entrar en calentamiento sobre la corredora, me fui directo a mi parte favorita; los sacos de boxeo. No había nada más satisfactorio que expresar toda mi frustración a través de mis puños. Me ceñí los guantes exclusivamente diseñados para mí, y comencé a rodear ese saco balanceándome expertamente sobre mis pies. Lanzando uno que otro golpe, me concentré en medir la bolsa como si fuera mi peor oponente; y a veces lo era porque nunca había salido de este lugar sin pelear conmigo mismo.

Golpe tras golpe tras golpe, la tensión se transformaba en sudor y caía en pesadas gotas a mi alrededor. Los maltratos de mi padre, las peleas por la supervivencia, los reclamos de Marcia, aquella foto de mi madre sobre la chimenea, horrendas escenas de la guerra... todo invadía mi mente, enredándose entre sí. Me faltaba el aire y la imagen de ese niño de unos ocho años desangrándose en aquella polvosa y desolada calle de Kandahar llenaba mi mente. ¿Por qué? ¿Por qué un niño? ¡¿POR QUE?! Mi fuerza y furia se fue desvaneciendo hasta que caí sobre mis rodillas y me apoyé sobre mis puños. Este era el punto que odiaba de mi desahogo; el punto final.

Siempre he querido respuestas que me justifiquen, pero la realidad era una sola y no había poder humano que la pudiera cambiar: Fernando Mendiola era un asesino.

Como toda persona con una batalla interna que amenaza con dominarlos, había dedicado mi vida a tener todo controlado. Porque tenía claro lo que pasaba cuando yo no estaba en control; personas inocentes a mi alrededor lo pagaban con su vida. La única cosa a estas alturas que seguía estando fuera de mi control era el hecho de que yo asesiné a ese niño. Esa era una verdad que yo no podía cambiar. Una verdad que me atormentaba día y noche, y con más intensidad en días como hoy. Así que en el piso de ese gimnasio accedí a que la impotencia se apoderara de mí y la dejé fluir de mi interior como pocas veces me lo permitía. Me quedé quieto, aún sobre mis rodillas y puños, sintiéndome más impotente y desolado que en cualquier otro momento de mi vida, y las gotas que caían al piso ya no provenían de mi frente.

En el profundo silencio que me rodeaba, pude escuchar el rechinar de la puerta al abrirse. De inmediato me puse de pie y me escabullí entre los sacos haciéndole caso a mis instintos. No tenía por qué esconderme. Yo soy Fernando Mendiola, el dueño del edificio y de media ciudad. Yo hacía lo que me daba la gana. Pero como tal, no iba a permitir que nadie me viera en mi momento más vulnerable. Ni si quiera mi Irmita me ha visto llorar desde que llegué a la adolescencia.

Desde mi escondite pude ver la delicada figura de Lety meterse al baño donde había dejado todas mis cosas adentro de mi casillero. Maldición. No podía salir de aquí en estas fachas, pero tampoco quería que ella me viera en tal estado. A pesar de la adrenalina corriendo por mis venas, aun me costaba respirar; el llanto me había tapado la nariz. Seguramente mis ojos estaban hinchados y enrojecidos... no tengo ni idea cuanto tiempo estuve en ese piso...

Un momento.

¿Qué hace Leticia aquí? Yo la mandé a casa temprano y pasan de las nueve de la noche. En lugar de aprovechar su distancia y distracción para salir de entre las bolsas, me fui hasta el fondo de la habitación y me metí en el cuarto donde estaban las pesas. Dudo mucho que Lety esté aquí para levantar pesas. Es tan delicada y pequeña que no me la imagino tan siquiera abriendo la pesada puerta y su comportamiento me llenó de una profunda y extraña curiosidad. ¿Lety venia al gimnasio? Eso no concordaba con la imagen que me había creado de ella.

Ella y YoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora