Prólogo

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La palabra muerte siempre le había causado un mal sabor en la boca. Era una de las palabras que había aprendido a odiar en el transcurso de su vida.

Mary Morgan caminaba hacia el portón de su casa con su gato, Lemir, nerviosa por lo que estaba a punto de hacer. El frío de la ciudad causaba que sus pelos se pusieran de punta, y que lo que iba a hacer se sintiera aún más aterrador.

Al llegar a la puerta, dejo al gato en el piso y sacó las llaves de su bolsillo para abrirla. Lemir daba vueltas alrededor de las piernas de su dueña, sin saber lo que le iba a hacer cuando entraran a casa. Maulló para que su dueña le acariciara, pero esta no lo hizo porque la culpabilidad le carcomía.

Entró a la casa con Lemir detrás de ella, escuchando sus maullidos, mientras ella seguía convenciéndose mentalmente de que lo que iba a hacer no estaba tan mal. Pero matar un ser vivo siempre iba a estar mal.

No se atrevió a encender la luz. Si iba a hacerlo tenía que hacerlo en la oscuridad. Agarró al gato entre sus manos y le acarició la cabeza suavemente, mientras este se movía para salir de sus brazos y poder jugar. Pero ella no lo dejó ir.

Caminó hacia la cocina, mientras el gato le mordía el brazo buscando una salida de sus brazos. Abrió uno de los cajones, mientras agarraba al gato con la mano derecha. El gato tuvo oportunidad de arañarle la cara, pero ella solo se fijó en lo que estaba por hacer.

Sacó el cuchillo del cajón y puso al gato en la mesa, agarrándolo de las patas, dejándolo abierto. Aun con la oscuridad, podía ver las pupilas del gato dilatadas por el miedo, y sintió que su corazón se apretaba al darse cuenta de lo que le estaba haciendo al pobre.

—Lo siento—susurró. Levantó el cuchillo en el aire y lo clavó en el estómago gato, el cual lanzó un alarido. Sintió que sus manos y caras estaban húmedas con la sangre del gato. No podía ver bien lo que causo, pero de una cosa estaba segura: El gato estaba muerto.

Silencio. Soltó al gato lentamente. Se preguntó dónde lo podría ocultar y analizó las opciones. Si lo ocultaba en su casa, levantaría sospechas y era lo que menos quería en ese momento. Observó la ventana de la cocina, por donde entraba el poco de luz que le permitía ver en la oscuridad.

El patio de su vecino. Solo tendría que entrar y enterrar el gato entre las flores, y no levantaría sospechas por parte del vecindario.

Metió al gato entre una bolsa y salió por la ventana de la cocina, para adentrarse en la casa de su vecino. Se quedó quieta un momento antes de caer en el jardín con la bolsa en mano. Agarró la pala y, disimuladamente, cavó una tumba para su gato. Aun con la poca fuerza que tenía, logró cavar un hoyo lo suficientemente hondo para que el gato pudiera ser enterrado y lo saco de la bolsa.

Con la luz de la luna, podía ver lo que le había causado a Lemir a simple vista. No soportó verlo por mas de cinco segundos. Al terminar, tapo al gato con la tierra y agarró la bolsa llena de sangre de la punta, para poder botarla a la basura.

Subió de nuevo por la ventana, y sintió su corazón acelerarse. Debía dormir, y fingir que lo que había pasado era un sueño, y que en realidad ella no se había convertido en una asesina.







Cuando los gatos van al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora