Neville 0: El anciano y el farcro

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El viento anunciaba una tormenta perturbando a las hojas de los árboles que hacía minutos reposaban con tranquilidad. Kiba corría en la pradera de un lado para otro; perseguía a una abeja que revoloteaba sus alas alrededor de las flores. Finalmente, la violenta brisa alejó a la abeja de nuestro hogar mientras Kiba la buscaba con la mirada moviendo su cabeza en todas las direcciones.

—¡Kiba, entra ya a la casa, la tormenta está por llegar! —grité desde la puerta empezando a temer el mal clima a nuestro alrededor.

Kiba sintió la tensión en mi voz y se apresuró a obedecer, no sin antes buscar con la mirada a su amiga una última vez. Corrió hacia mí lo más rápido que pudo y no logré evitar sonreír al ver su atropellado y tierno andar de niña pequeña y su cabello negro y liso ondeando en el fuerte viento.

En ese momento, no pude evitar notar el gran parecido que tenía con su madre a su edad. Tenía las mismas mejillas infladas, la misma nariz respingada, la misma expresión sonriente y pícara. Lo único que había sacado del padre eran sus ojos color miel, la piel ligeramente morena y los labios carnosos que me sonreían mientras corría.

Amaba a Kiba como a mi propia hija y sentía que tenerla cerca me ayudaba a olvidar lo duro que había sido perderla a ella, mi querida Agatha, y a mi yerno, el valiente Theo en la guerra de Vratritu, en el lugar que primero habíamos llamado hogar.

Logré escapar con Kiba y ambos nos instalamos en las afueras de Rigulba para volver a empezar. Después de un par de años y gracias a la ayuda de nuestros vecinos, finalmente éramos capaces de sonreír y empezamos a olvidar lo que habíamos vivido.

—¿Ya está lista la comida? —preguntó Kiba entusiasmada.

—En unos pocos minutos lo estará. —respondí antes de cambiar a un tono más paternal que poco a poco me salía mejor—. Ve a lavarte las manos antes de comer.

Kiba entró corriendo. Yo miré nuevamente hacia fuera y contemplé cómo las nubes de lluvia comenzaban a rodear el Angmar de Rigulba, casi bloqueando su luz por completo. Podía apreciar que avanzaban a gran velocidad en todas las direcciones y que pronto cubrirían la zona por completo.

Cerré la puerta, serví dos platos de estofado caliente y los llevé a la mesa. Kiba llegó corriendo justo entonces con las manos todavía mojadas y se sentó en la mesa frente a su plato. La olfateó antes de tomar la cuchara y luego procedió a dar el primer bocado. Sus ojos se abrieron de impresión al saborear y tomó un segundo bocado antes de siquiera haber tragado el primero.

—Come con calma, pequeña. Te vas a atragantar —dije llamando su atención.

—Te quedó igual que el de mamá —balbuceó con la boca llena.

—¿Y quién crees que se lo enseñó? ¡Tu abuelo es el maestro del estofado! —bromeé con una sonrisa que Kiba compartió.

Le regalé otra leve sonrisa a la vez que se me escapaba un pequeño suspiro, y sumergí mi cubierto en el estofado.

Sin embargo, antes de que pudiera meterme la cucharada a la boca, tres golpes en la puerta interrumpieron nuestra cena.

Kiba y yo nos miramos y de inmediato me levanté para ver quién podría ser. Abrí la puerta y un hombre alto con el cabello mojado apareció de espaldas a mí. Inmediatamente, se volteó y pude ver que era un farcro joven y apuesto. Por su indumentaria tan fina pude asumir que era alguien importante, pero no poseía ningún uniforme del ejército o algo que revelara su cargo. De hecho, sus ropas estaban algo estropeadas y arrugadas, como si hubiera viajado una larga distancia en una travesía improvisada.

—Muy buenas noches, am irio —dijo el hombre con un tono extremadamente educado, pero que escondía un estrés latente—. Perdone que interrumpa su velada. La tormenta me ha obligado a buscar refugio y nadie más me abrió sus puertas. ¿Le importa recibirme por un momento? —solicitó con elegancia—. Solo hasta que cese este aguacero, por supuesto. No tengo intención de incomodarle —agregó finalmente.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora