Ace III: El destino del Medar

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Ace.

Abrí los ojos lentamente en cuanto escuché que llamaban mi nombre. Mi cuerpo estaba entumecido, y no sabía si me sentía débil o fuerte. Miré a mi alrededor y todo era oscuro, a excepción de un haz de luz que entraba por una pequeña ventanilla. Estaba en una especie de sótano sucio y con olor a humedad. Las paredes estaban manchadas y la cama de paja sobre la que me encontraba se tambaleaba.

—Ace —repitió la voz de Atala.

Levanté la mirada y la vi sentada en el borde de la cama mirándome con una sonrisa. Me enderecé en un instante y la abracé con todas mis fuerzas. Lloré de alivio al darme cuenta de que todo había sido una cruel...

—No fue una pesadilla, Ace —dijo mi esposa sin apartarme, pero sin abrazarme.

Me quedé helado en el sitio, y me separé lentamente de ella. Volví a observar alrededor y noté que mi cuerpo estaba cubierto de vendas. Los golpes que Morscurus me había dado en la cara empezaban a arder cada vez más. Intenté pararme y en ese momento noté estupefacto cómo mis pies atravesaban el cuerpo de Atala como si se tratara de una niebla brillante y densa. Me quedé tan impresionado que demoré unos segundos más en percatarme de que el movimiento había sido demasiado brusco. Un intenso dolor general me invadió y no me quedó de otra que quedarme tirado a medias en la cama sollozando como un niño.

—Entonces, no solo dejé que te mataran, sino que ahora perdí la cabeza y te imagino para que me consueles —dije hundiendo la mira en el colchón, queriendo evitar tontamente que la imagen de Atala me viera llorar.

—¿Y qué te hace pensar que no soy más que tu imaginación? —dijo Atala poniéndose de pie con un movimiento ágil y elegante, casi como un paso de danza. En ese momento, reparé en que no tenía ropas de esclava, ni estaba sucia o golpeada. De hecho, lucía radiante y hermosa, con un vestido blanco y puro, con mangas delicadas y semitransparentes que se conectaban con sus manos mediante un anillo de tela. La falda estaba compuesta de volantes y caía progresivamente hasta debajo de sus rodillas.

—Supongo que esa ropa que traes es toda la evidencia que necesito. Es el vestido que tenías cuando nos casamos. Siempre que te veo en mi cabeza, te veo así —contesté tristemente mientras levantaba mis piernas y me acostaba por completo una vez más—. Pero esa imagen ya no se repetirá. Todo por esa maldita ciudad y ese desgraciado de Morscurus.

Atala me miró por un momento sin decir una palabra, luego se dio la vuelta y suspiró.

—¿Recuerdas cuando estábamos comprometidos y te fuiste a cazar neybeinraws con Oesi? —preguntó con una sonrisa.

—Sí —respondí con seriedad—, quise ser proactivo y terminé rompiéndole la pierna a tu hermano. No es precisamente algo que me guste recordar.

—A mí sí —dijo Atala todavía sin voltear a verme, pero sabía que acentuaba su sonrisa—. Cuando volviste, estabas tan avergonzado y arrepentido, que pasaste un mes entero haciendo todo lo posible por compensar tu error. En tu momento más bajo, mostraste de qué estabas hecho, y te quise más por eso.

Suspiré pesadamente y dirigí mi mirada al techo mientras analizaba lo que la imagen de Atala me decía.

—Entonces, ¿es eso? ¿Quieres que me perdone por abandonarte? ¿Que vea el ‹‹lado positivo›› del infierno que vivimos?

—Bueno, yo solo...

—Si lo de Oesi hizo que me sintiera lo suficientemente avergonzado y arrepentido para compensar mi error, puedes estar segura de que lo que te pasó a ti hará que pase el resto de mi vida buscando enmendar lo que sucedió, empezando por ajustar cuentas con el que te sacó de este mundo.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora