Morscurus 0: La promesa nunca hecha

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Mi tangmus cabalgaba lentamente a través del campo de batalla repleto de cadáveres. Tanto las tropas mordarianas como las nuestras habían sufrido un gran número de bajas, pero finalmente habíamos logrado salir victoriosos. Sin embargo, en ese momento no tenía ganas de celebrar. Me sentía extremadamente cansado y llevaba varios días sin dormir. Mi pelo estaba andrajoso y sucio, y mi armadura estaba llena de rasguños y roturas, hasta el punto de que apenas se asemejaba a su forma original.

Buscaba distraídamente alguna señal de que hubiera algún sobreviviente entre los cuerpos, pero hasta ahora no me había topado con nada. A mi alrededor, otros fardianos (que lucían igual de demacrados que yo) hacían lo mismo, pero algunos de ellos parecían encontrarse al borde del colapso.

Escuché un jadeo a mi izquierda y me apresuré a bajarme de mi corcel. La respiración era acelerada, pero débil al mismo tiempo. Estaba claro que no le quedaba mucho tiempo de vida. De todas formas, moví los cuerpos con rapidez hasta que el rostro asustado de un muchacho mordar apareció frente a mí. Me miró con ojos implorantes y lo saqué de la pila de cadáveres de un halón.

El chico tenía una terrible herida en el estómago y no había nada que hacer por él. Volví a mirarlo a los ojos y me di cuenta de que estaba llorando, diciéndome sin palabras que no lo dejara morir. Sujeté su cabeza y traté de reconfortarlo. El mordar se calmó, llevó la mirada hacia arriba y pereció.

Levanté la cabeza y observé nuevamente el amplio horizonte de cuerpos y espadas destrozadas. Entonces, me sentí abrumado, aplastado por todo lo que me rodeaba. Mis manos sujetaban con fuerza lo que quedaba de mi enemigo, pero en ese momento sentía más odio hacia mí mismo.

—¿Hijo? ¿Todo en orden? —dijo una voz familiar a mi espalda—. Ya hemos hablado de esto. No debes dejar que te atormente tanto. Eres un capitán, después de todo.

—Lo sé, pero todavía me cuesta, padre —contesté mientras colocaba al mordar con delicadeza en el suelo y me ponía de pie—. Es la sexta vez en menos de seis meses que los Grandes Daeces nos envían al frente sin haber recibido una provocación previa. Parece que solo nos usan para mantener a los mordares de Vratitru dóciles. Saben perfectamente que jamás alcanzaremos a sostener esta posición por mucho tiempo.

—No se trata de eso, Morscurus —contestó mi padre y, por el ruido que hizo, entendí que se estaba bajando de su tangmus también—. Los Grandes Daeces no quieren quedarse con Vratitru, solamente enseñarle a los mordares lo que sucede cuando no quieren negociar. Al final del día, esto nos permitirá llevar con mucha más facilidad el tributo de Gargos a Marfra y nuestra gente estará más segura. Eso es lo importante.

Me di la vuelta y me topé con los penetrantes ojos grises de mi padre, el virrey Tornero Erante. Su anciano semblante también se veía cansado y adolorido, pero su mirada seguía igual de fuerte que siempre. Tanto su piel pálida de vampiro como su cabello canoso estaban sucios, pero su armadura no estaba ni de cerca tan dañada como la mía.

—Lo sé, am irio —insistí—. Es solo que...

—¿Qué?

—Toda esta muerte para mandar un mensaje... Es como si nuestras vidas no importaran más que las de los esclavos de Gargos. No somos más que carne de cañón para los Grandes Daeces. Ni siquiera un gran virrey como tú puede objetar a que lo manden al campo de batalla.

Tornero sonrió levemente y dio un paso hacia mí.

—No lo olvides, Morscurus, la vida de los esclavos y la nuestra no es tan distinta. Después de todo, nosotros también obedecemos para tener derecho a vivir. Lo cierto es que no nos iba mucho mejor antes de los Grandes Daeces y probablemente nos irá peor sin ellos. Es una realidad que debes aceptar si algún día piensas tomar mi lugar en Aratraz.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora