El frío del suelo casi había adormecido por completo mis pies descalzos. El caminar encadenado a una fila de esclavos con unos grilletes pesados y apretados solo me permitía pensar en un plan de escape. Solo vivía para idear uno, nada me había obsesionado más los últimos siete años. Ni siquiera los latigazos que de vez en cuando recibía y fisuraban mi espalda me distraían de mi objetivo.
Los tobillos de mi esposa, quien caminaba delante de mí, ya estaban enrojecidos y con la piel desgastada. Sus ampollas se fueron rompiendo hasta convertirse en heridas en carne viva. Atala ya no soportaba el roce de los grilletes, mas no se quejaba. Seguía caminando al mismo ritmo de toda la fila. Su cabello largo y rubio estaba tan sucio que me costaba recordar su brillo original, sus delicadas manos estaban llenas de moretones y su cuerpo lucía frágil y delgado. Sin embargo, sus ojos seguían tan amables como siempre, y su hermoso rostro, aunque polvoriento y lleno de marcas, seguía enamorándome como el primer día que la vi. Lamentablemente, cada vez que un día de trabajo forzado iniciaba, la fuerza y la calma que necesitaba para contemplar su belleza se esfumaban por la ventana.
En ese momento, al igual que casi todos los días, estaba mirando a mi alrededor. Observaba los movimientos de los guardias, de los esclavos; de todo ser vivo dentro del castillo. ¿Quién sabe? Quizá hasta en las inclementes rocas pudiera haber un punto débil que nos permitiera huir de Gargos para jamás regresar.
Los soldados que resguardaban el castillo no separaban su vista de los esclavos. Cuando pensabas que nadie te miraba, las paredes se convertían en vigilantes; siempre había alguien observando.
Llevé mi mirada hacia arriba, pero lo único que logré detallar eran los muros altos y blancos a mis costados que apenas dejaban vislumbrar un cielo azul y lejano producido por el Angmar de Gargos. En la cima de los muros podía ver distintas figuras que caminaban de un lado a otro, totalmente inmunes a la miseria que se vivía acá abajo. Bajé la mirada y contemplé el piso de tierra polvoriento y barroso, donde decenas de esclavos azotaban una y otra vez sus martillos contra las piedras de cuarzo que salían de las paredes.
Atala y yo nos sentíamos constantemente solos, no solo por la naturaleza de nuestra condición, sino porque la mayoría de los esclavos y soldados ni siquiera formaban parte de nuestra misma especie. A nuestro alrededor, lo único que se veían eran farcros y vampiros.
Pero los seres que estaban esclavizados con nosotros se encontraban famélicos y débiles, y atormentados por los constantes abusos y maltratos. Ninguno de ellos podría haber hecho uso de sus poderes para invocar armas y defenderse, y la mayoría ni siquiera lo pensaba. Sus harapos eran tan lastimosos como sus expresiones y el fuego de sus ojos se había extinguido hacía ya bastante tiempo.
Nada que ver con los guardias, que lucían fuertes, saludables e intimidantes. Además, por si fuera poco, siempre había por lo menos uno o dos miembros de la élite garguiana: los fardianos; ‹‹hechos de honor›› en la lengua teesban, aunque ese nombre era bastante cuestionable en mi opinión.
Los soldados, ya fueran farcros o vampiros, tenían armaduras plateadas y brillantes. La única forma de diferenciarlos era observando su cinto: si portaban un arma, eran vampiros; si no lo hacían, eran hábiles farcros con la capacidad de construir poderosas espadas, lanzas, hachas o incluso arcos en un instante. Si además llevaban una capa negra, entonces eran fardianos.
Ese desbalance tan exagerado entre sus fuerzas y las nuestras era la principal razón por la que, después de años de esclavitud, no había sido capaz de huir con mi esposa. Casi no podíamos hablar entre nosotros. Los guardias se encargaban de que no existiese ningún tipo de comunicación entre esclavos mientras trabajábamos, o por lo menos ninguno que ellos pudieran detectar. Sin embargo, Atala y yo aprendimos a entendernos con la mirada y con ademanes muy sutiles. La dirección de nuestros ojos le indicaba al otro a dónde mirar y, una vez identificado el objetivo, el movimiento de nuestras cejas nos decía qué hacer. Los códigos variaban dependiendo de la situación. Todo era cuestión de contexto. La posición de la cabeza expresaba nuestras emociones y nuestro nivel de preocupación. Ella siempre caminaba con la frente en alto, lo cual me tranquilizaba. Su mentalidad positiva y su inquebrantable fuerza de voluntad eran el alimento de mis impulsos y motivaciones. De no ser por ella, hace mucho tiempo que mi cabeza hubiese sido atravesada por el mangual de alguno de los guardias.
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El Halcón y el Dragón
FantasyGefordah es un mundo oculto bajo la superficie de nuestro planeta. En él habita el virrey Morscurus, quien gobierna la ciudad de Gargos y se alza sobre los esclavos que mantienen su poder intacto. Ace Lloyd es un joven que anhela libertad y sufre en...