Ace V: El escape de Lofraus

123 20 2
                                    

Ya había acostumbrado mi olfato a la humedad del sótano. Mi cuerpo estaba lleno de moretones y no podía moverme sin sentir fuertes dolores, a pesar de que los atirios me trataban constantemente y el extracto de vide hacía bien su labor.

Aún no había recuperado la movilidad total de mi cuerpo, pero estas heridas eran la menor de mis preocupaciones. Llevaba horas sentado con la pierna inquieta y temblorosa y no lograba tranquilizarme. La imagen de Atala sin vida me atormentaba. Su cuerpo quedó abandonado en ese hueco frío y oscuro porque le fallé...

Una lágrima corrió por mi mejilla para interrumpir momentáneamente mis pensamientos. Era la primera que derramaba desde que abandoné el castillo. En todo este tiempo no había podido llorar su muerte como era debido.

Lucio entró por la puerta e inmediatamente sequé mis ojos.

—¿Estás bien? —preguntó por cortesía.

—¿Ya es hora de irnos? —pregunté mientras me levantaba.

—Casi —respondió él entregándome unas prendas dobladas—. Ponte esto. No es el último grito de la moda, pero será mejor que esos trapos.

Desdoblé la ropa y la detallé por un segundo. Era un pantalón marrón bastante gastado y una camisa del mismo color, sin mangas y con una capucha. Se notaba que habían pertenecido a alguien más. Las telas estaban bastante decoloradas y tenían algunos rotos remendados, pero aun así era la ropa más decente que había tenido en años.

—Gracias por quedarte con nosotros, Ace —dijo Lucio con tono fraternal—. Con la ayuda de Neville, honraremos a tu esposa y venceremos a Lars y a Morscurus.

Por alguna razón, me desagradó que hablara en plural, pero antes de que pudiera responder, una farcra entró agitada a la habitación e interrumpió la conversación.

—¡Am irio, debemos irnos cuanto antes! —exclamó con urgencia en su voz—. ¡Hay soldados fardianos por toda la ciudad interrogando a la gente en sus hogares! Solo es cuestión de tiempo para que toquen nuestra puerta.

—¡Reúnelos a todos arriba, Sisa! —ordenó Lucio alterado.

—¡Sí, am irio! —dijo la farcra.

Sisa tenía un semblante delicado. Su rostro era fino, con una nariz perfilada, labios delgados, y un cabello liso de un azul más intenso que el de la mayoría de los farcros. Sin embargo, lo más llamativo eran sus ojos profundos. Su mirada no mostraba ni una pizca de miedo, era decidida y valiente. La firmeza de sus puños cerrados me decía que estaba lista para un enfrentamiento en todo momento. Antes de marcharse, me miró de arriba abajo. Luego desapareció velozmente.

—Vístete rápido. Nos vamos ya —dijo Lucio.

El atirio se dio media vuelta y salió por la puerta hacia el piso de arriba de la cabaña. Yo suspiré y por un momento traté de recordar por qué estaba metido en tal aprieto, pero no se me ocurrió nada. Era como si ya no supiese mi propósito. Nada tenía sentido o importancia. Miré mi piel sucia, y solo sentí dolor y perdición. Verme tan desgastado me hacía olvidar mi vida antes de ser esclavo. Todos los recuerdos que pasaban por mi mente eran del castillo. Visualicé la imagen de Morscurus de repente y ahí quedó fijada.

Subí las escaleras y más de una decena de atirios estaba reunida en la casa escuchando las palabras de Lucio. Yo preferí no adentrarme mucho en la multitud y me quedé al borde de las escaleras recostado en una pared. Lucio me miró sin dejar de hablar y continuó su discurso dirigiéndose a los atirios. Algunas miradas se posaron sobre mí unos segundos, pero regresaron a Lucio de inmediato.

—El silencio es nuestro mejor aliado en este momento. Debemos desplazarnos con cautela —pronunció con seguridad—. Gili irá a la cabeza y yo estaré de último asegurándome de que nadie se quede atrás. Hoy no buscaremos ninguna confrontación; sin embargo, debemos estar preparados para lo que sea. Y pase lo que pase, todos debemos proteger a Ace.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora