Lars XII: Un mundo distinto

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Estaba caminando sin rumbo por las caóticas calles de Gargos mientras el rugido de la batalla se elevaba a mi alrededor; sin embargo, sentía que estaba muy lejos de mí.

Ya no sabía si las lágrimas seguían saliendo o si se habían detenido. Lo único en lo que podía enfocarme en ese momento era en el profundo dolor que me estrujaba el corazón como una garra bestial e inclemente.

Lo peor es que esta sensación de completa soledad ya la había sentido antes, cuando estaba llorando frente al cuerpo inerte de mi madre. Al final del día, seguir a Morscurus no me había hecho más fuerte, no me había hecho capaz de honrar el sacrificio de mamá... simplemente, me había dado otra figura en la que apoyarme, otra excusa para no tener que enfrentarme a este mundo solo.

Levanté la cabeza y noté que había llegado sin querer a los lindes del bosque que rodeaban la casa donde Daria y yo nos quedamos. Caí sobre mis rodillas y me senté en el pasto, a unos cincuenta metros del edificio, agobiado por todos los pensamientos que cruzaban mi cabeza.

No sabía qué hacer. La pelea con Ace me había dado la respuesta que esperaba, pero que no estaba listo para escuchar: Morscurus era un monstruo, y me había traicionado; Daria estaba muerta por su culpa.

Era algo tan inverosímil, tan disonante con la imagen que tenía del virrey, pero ya no había forma de ignorarlo. Era una verdad punzocortante, que rompía todo lo que conocía y me dejaba destrozado, como una ventana que es súbitamente golpeada por una piedra.

¿Qué se supone que debía hacer ahora? ¿Luchar por Gargos? ¿Por los atirios? No sentía nada en especial por ninguna de las dos facciones. Hasta ese momento, mi meta siempre había sido ser un orgullo para Morscurus, convertirme en un hijo para él de la misma forma en que él había sido un padre para mí...

—¡Teniente! —gritó una voz desde la casa a la vez que abría la puerta y sacaba a Vatias a rastras. Me levanté de golpe con los ojos abiertos como platos—. ¡Aquí no está el capitán, pero encontré a un esclavo haciéndose pasar por garguiano! —arrojó a Vatias en el suelo y el niño se quedó ahí arrodillado respirando con dificultad y visiblemente asustado.

—¡Mátalo y vámonos! ¡No pierdas tiempo! —respondió Yrfa—. El virrey fue muy claro... —la mirada de Yrfa se cruzó con la mía y el vampiro se calló. Lo miré pasmado y luego empecé a llenarme de una rabia indescriptible. La parte inferior de su rostro estaba cubierta de vendas con la excepción de su boca, pero aún así podía ver claramente lo que estaba debajo.

—Tú... —dije para mis adentros y empecé a caminar lentamente hacia él desenvainando mi espada.

—¡Maldición, ahí vien...! —Yrfa gritó e hizo que su cuerpo se volviera musculoso, pero antes de que pudiera terminar la oración, estrellé su cabeza contra el suelo.

Los fardianos que lo acompañaban intentaron reaccionar, pero me di la vuelta y les corté el cuello con un movimiento rápido y letal. Levanté por el cuello a Yrfa y lo sujeté a un metro del suelo. Le arranqué la venda de la cara y pude ver que en su mejilla había un gigantesco morado que estaba curándose, pero aún así me decía todo lo que necesitaba saber. Con mi mirada podía ver claramente los leves relieves en su piel que revelaban que, enterrado en el hueso de su pómulo, estaba el inconfundible grabado del anillo de Daria.

Por eso Morscurus no me había dejado ver a Yrfa. Daria se había encargado de dejar la única evidencia que jamás serían capaces de esconder de mi mirada. Aunque la piel se curara y borrara la marca del anillo, el daño en el hueso quedaría para siempre ahí. Como siempre, ella se había encargado de no dejarme solo, de mostrarme el camino incluso cuando mi propia ceguera y las manipulaciones de Morscurus y de sus secuaces se interponían.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora