Daria I: La piadosa y el ingenuo

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Aunque la mano con la que aguantaba al vampiro fugitivo estaba firmemente adherida a sus muñecas, la que sujetaba la espada estaba temblando y se sentía fría y muerta.

El horrible olor de la alcantarilla fue suplantado por otro más nauseabundo. Diría que era el olor a muerte, pero ese era un hedor al que estaba tristemente acostumbrada y este no se le parecía en nada.

En lugar de una cruenta podredumbre, aquí había algo mucho más siniestro. Se sentía como la funesta fragancia de la miseria, el terror y la humillación. Estos cuerpos no habían sido asesinados, habían sido ultrajados hasta que su existencia no era más que una viva representación del sufrimiento.

Estaban heridos por todas partes y sus rostros lucían horrorizados y ensangrentados. Me observaban hacia arriba, como si imploraran clemencia, pero la clemencia ya no sería de ningún uso para ellos. Sabía que eran esclavos, puesto que todos tenían la marca de Gargos en la mano, pero eso solo lo hacía más perturbador.

De repente, me di cuenta de que el vampiro que sujetaba lloraba y hacía gestos de desesperación. Su reacción casi me quiebra y estuve a punto de llorar también, pero el leve movimiento de uno de los cuerpos que estaba en la cima de la montaña de cadáveres me puso en guardia.

Sus ojos estaban medio abiertos, y se notaba que estaba a punto de perder el conocimiento, si no es que lo había perdido ya. Sin embargo, estaba vivo. En medio de esa masa de muerte, alguien se aferraba tercamente a la vida.

—¿Qué horrores están haciendo aquí, animales? —preguntó asqueado, temeroso y sollozando el vampiro que sujetaba.

Lo repentino de su pregunta me heló la sangre y di un paso hacia atrás, soltándolo de golpe. El vampiro cayó sobre sus rodillas y se abrazó los hombros mientras seguía lamentándose.

—¿Qué... qué te hace pensar que fuimos nosotros? —pregunté tontamente. Fue tan estúpida la pregunta que el vampiro se volteó de repente y me miró estupefacto, sin entender del todo bien si le mentía o me burlaba de él. Sus ojos se encontraron con los míos, y ambos vimos que estábamos igual de aterrados. Esa sensación me invadió por unos segundos, pero luego se transformó en una extraña cólera mezclada con piedad.

—Si tienes tiempo para llorar y llamarme animal, a lo mejor tienes tiempo de ayudar a ese miserable —dije con toda la intención de dejarle claro que no éramos amigos.

—¿Me dejarás ir? —preguntó con desconfianza en su voz y frunciendo el ceño todavía más confundido.

—No, te dejaré que lo salves —agregué—. Supongo que sabes cómo salir de este lugar. Llévatelo.

El vampiro se levantó lentamente sin despegar su mirada de mí. Luego volteó al sujeto agonizante y su mirada también se llenó de lástima.

—Me lo llevaré, pero ¿por qué haces esto? ¿Qué quieres ganar?

La pregunta me golpeó como una cachetada porque justamente era lo que me preguntaba. En ese momento, todo estaba confuso y extraño. Si había una razón lógica para hacer lo que estaba haciendo, definitivamente se me escapaba.

—Si sigues haciendo preguntas me voy a retractar, atirio —contesté sintiendo que mi expresión fiera empezaba a lucir falsa y pobre—. No me hagas repetirlo. ¡Vete! ¡La próxima vez que te vea será la última!

El vampiro se acercó rápidamente al sujeto tirado, moviéndose con dificultad sobre los cadáveres. Lo montó en su espalda con facilidad y su expresión llorosa y débil por un momento se volvió clara y decidida. Empezó a alejarse, pero de repente se volteó y me vio directo a los ojos.

La capucha se cayó y pude ver que, a pesar de su gran tamaño (una cabeza y media más alto que yo) era un vampiro bastante joven, apenas un adolescente. Su cabello negro estaba despeinado y andrajoso, y su rostro era redondo con una mandíbula bonachona y poco imponente. Sus ojos eran marrones y su nariz chata y torpe. Nada sobre él era memorable, pero la expresión que colocó se quedó grabada en mi mente.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora