1. De cero.

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El cielo parecía extrañamente más oscuro de lo habitual, no había nubes y el brillante sol le quemó la cara cuando levantó la cabeza. El límpido azul parecía más oscurecido a como lo recordaba, y pensó que aparte de que llevaba días sin lograr ver el cielo despejado, su ánimo tampoco ayudaba.

Bajo la banca, en el huacal, Miu, su gata, ronroneaba de forma intensa sin razón aparente. El animal tenía un carácter fuerte a pesar de su corta edad, y ni siquiera con él era capaz de encontrar la paz que parecía le habían arrebatado al nacer, incluso se llevó un par de aruñones intentando meterla al huacal, pero le fue imposible dejarla, no tenía corazón para eso.

Otro bus pasó dejando una polvareda que creó remolinos en el aire que se disolvieron con la brisa fresca que subió de la parte baja de la montaña, y un remolino fue a parar desprevenido a los pies de Benjamín que lo apartó con el libro que tenía en la mano, pero terminó metiéndosele en los ojos y revolcándole el cabello.

No quiso siquiera imaginar el aspecto que tenía, con más de doce horas sentado en el incómodo asiento del bus. Incluso antes de marearse y vomitar, cuando se vio en la cámara de su celular, le pareció que no era el mismo, solamente un pedazo de él, maltrecho y con el cabello castaño revoltoso y enredado.

Miró el reloj, le pareció que, aunque era temprano en la mañana, el pequeño pueblo tenía ya un trajín de horas. Las mujeres habían sacado sus puestos del mercado y cientos de campesinos pasaban por las calles adoquinadas con las mulas cargadas de café seco listo para ser vendido, y otros tantos cruzaban de vuelta con dos estopas de mercado aratadas en dos moños que colgaban lado a lado de las enjalmas de paja. A benjamín se le hizo extraño aquello, pensaba que en pleno dos mil veintitrés la vida de la gente del campo era diferente, más moderna, pero las mulas, burros, machos y caballos que ensuciaban con sus heces toda la calle le indicaron otra cosa.

Observó a las personas que pasaban por su lado, unas parecían gente normal, con ropas deportivas o de colores pero siempre un poco más modestas de lo que uno acostumbraba a ver en las grandes ciudades, y por otra parte, las ropas ajadas de los campesinos, con el machete colgando de la cintura como una fiera serpiente, envuelta en una cubierta de cuero con colgandejos que se ondeaban con el paso firme de sus portadores; las botas pantaneras a las rodillas manchadas de barro lucían orgullosas cicatrices de los trajines de su existencia, remendadas con otros fragmentos de botas aun más viejas que trataban de cubrir los rotos y que resultaban bastante vistosas, en general, era una imagen que benjamín únicamente había visto en los libros de historia que le enseñaba su abuelo.

Según lo que había escuchado, aquellos pueblos eran relativamente seguros, al menos, no cabía la posibilidad de ser asaltado por la calle por cualquier delgaducho con un cuchillo, con manos temblorosas y de ojos rojos, pero aun así abrazó con fuerza el bolso, la maleta, la estopa en donde había empacado los zapatos y que le pareció horrible hasta que notó que toda le gente de pueblo las usaba con orgullo y también el huacal de Miu. No quería arriesgarse a perder nada, lo que llevaba encima era lo único que le quedaba en la vida.

Cada vez que un carro, nuevo, viejo o destartalado, cruzaba la calle Benjamín estiraba el cuello intentando ver el rostro arrugado y pálido del señor Ismael Londoño que iría por él, pero siempre regresaba a su asiento decepcionado.

No sabía siquiera si de verdad quería llegar, pero, ¿qué mas podía hacer? No tenía más a donde ir así que no le quedaba más remedio que esperar a que el señor apareciera.

Imaginó que un hombre de setenta años podría perderse con facilidad, incluso en un pueblo pequeño como ese, pero luego desechó la idea, había hablado por WhatsApp con él y le sorprendió que hasta incluso le envió la ubicación en tiempo real, y más que la excelente ortografía, el hecho de que alguien de su edad manejara tan bien las redes sociales le sorprendió. Aunque eran tiempos diferentes, todo el mundo debía adaptarse, incluso don Ismael Londoño.

La Epifanía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora