3. El primer encuentro.

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Gabriel terminó de organizar sus cosas, dejó el computador sobre la cama bien tendida y se paró en la puerta mirando la habitación.

Los colores blancos le daban un aspecto tan frio que de solo imaginarse pasar la noche ahí le entró un hielo que le caló hasta los huesos.

Tomó la billetera y comprobó lo último que le quedaba, eran menos de cincuenta mil pesos. Nada, en realidad, nunca había tenido tan poco dinero y se sintió vulnerable y débil, como si le faltara el aire.

A pesar de frio que cubría las montañas ese día, tenía sed, y aunque lo único que quería era acostarse y dormir un par de días, salió de la habitación y le preocupó el hecho de que no encontró como cerrar la puerta desde afuera.

El suelo crujió con su peso, y aunque las tablas parecían en perfecto estado producían un ruido molesto al pasar. Antes de llegar a las escaleras su celular sonó y esto lo hizo dar un brinco. Miró el aparato, era su ex chofer.

— Pedro — le dijo en cuanto contestó — ¿Cómo estás?

— Bien, joven — le dijo el hombre — ya encontré empleo de nuevo.

— Me alegra mucho, de verdad, siento todo esto — el hombre negó con la voz, era pequeño y Gabriel imaginó que las mejillas se menearon hacia los lados cuando negó.

— Esto no es su culpa, sus padres lo decidieron — Gabriel dejó escapar el aire, ya no sabía ni de quien era la culpa — hablando de tus padres, me llamaron hoy, han tratado de comunicarse contigo, pero no contestas — Gabriel se apartó el celular del oído para mirar la pantalla. Ellos estaban ya en Europa y la única forma de contactarlo era por internet.

— Si, es que aún no tengo la contraseña del wifi, luego los llamo — el hombre se rio.

— ¿Y cómo está todo? ¿es bonita la Epifanía? — Gabriel miró alrededor , los árboles verdes y los cafetales que se extendían hacia todas direcciones, la verdad, era hermoso.

— Es linda, me pregunto por qué mi abuelo nunca quiso que viniéramos — el hombre respiró al otro lado.

— Es un asunto extraño — le comentó. Benjamín caminó hasta la chambrana y se recostó del poste observando alrededor, no había nadie, como si estuviera completamente solo — él no quería regresar, pero nunca quiso venderla, decía que un Bernal siempre tiene que ser dueño de la epifanía.

— Ya no importa — dijo — ahora estoy aquí y las cosas parecen que no marchan bien.

— Sabes que puedes contar con migo cuando necesites — los ojos de Benjamín se humedecieron.

— Gracias, pedro, espero que vengas un día de estos.

— Claro que sí.

Cuando terminó de bajar las escaleras ya comenzaba a atardecer, había sido un día largo y pesado y solo quería acostarse a dormir, pero Ismael le había dicho que le presentaría a los trabajadores y aquello le molestaba como arena en las sábana, no le gustaba conocer gente nueva, y mucho menos presentándose como el dueño de su lugar de trabajo.

Cuando llegó a la enorme cocina, donde el fogón de leña escupía un humo intenso y blanquecino, un fuerte olor a chocolate le llegó y le hizo rugir el estómago.

Lucía y Amara ayudaban a untar unas tostadas con mantequilla y él comprobó el lugar. Tenía varias mesas dispuestas en el centro del gran salón, y cada una podía albergar a unos diez comenzales, con bancas de maderas que la rodeaban por los cuatro lados.

El techo era de paja tejida y las paredes cubiertas con un plástico transparentoso dejaba entrar la luz del día y tambien ver sombras difusas de las personas que pasaban tras ella.

La Epifanía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora