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Perro feo era, como su nombre lo ameritaba, un perro no muy agraciado. Era alto y delgado, escuálido con la piel colgante y las orejas largas que se contoneaban como dos campanas a los lados de su cabeza. Era blanco con manchas oscuras color marrón, sus labios colgaban como dos cueros inertes, sin vida, babeaba y tenía los ojos adormilados todo el tiempo. A Benjamín, después de conocerlo, no se le hizo extraño no haber reparado en su presencia los primeros días que estuvo en La Epifanía. era un perro silencioso que amaba a dormir debajo de la casa o debajo de cualquier árbol de café que le diera un poco de sombra, escasamente se paseaba de vez en cuando de un lado a otro para buscar un nuevo lugar cómodo para dormir o a veces, cuando tenían suficientes ánimos, los acompañaba en el cafetal un rato antes de que la pereza lo agobiara y regresara bostezando a la casa, y fue con el primero que se encontró en Benjamín cuando salió de la habitación de Ismael. Afuera no había nadie más que Luis que trabajaba en el patio, al parecer en la madrugada había llovido muy fuerte, el patio se había llenado de un enorme charco de agua y el joven tenía un azadón tratando de hacer una zanja para desviarla hacia la pendiente. Benjamín caminó despacio para no hacer ruido por entre las tablas crujientes, pero en cuanto puso el primer pie afuera, Luis lo miró desde abajo.

Luis alcanzó a verlo salir de la habitación de Ismael prácticamente desnudo, y lo único que hizo fue ladear la cabeza y regresar a su labor. Perro Feo estaba plácidamente estirado en la entrada de su habitación y Benjamín lo empujó un poquito con el pie para que se despertara. El perro levantó la mirada y con sus ojos somnolientos parpadeó un par de veces antes de correrse apenas un par de centímetros, como para darle entrada, luego se tiró nuevamente babeando las tablas del corredor.

Benjamín se vistió rápido, era temprano en la mañana, se puso las botas, la camisa con mangas largas y el sombrero que le había regalado Ismael y salió.

Cuando llegó al patio Lucía y Amara estaban ahí con Luis, le daban apoyo moral para que terminaran de hacer la zanja y que el agua escurriera por la pendiente.

—Buenos días —Saludó, pero solamente las chicas contestaron. Luis dio un último azadonazo y el agua comenzó a verterse dejando un fandango espeso y oscuro —Buenos días —repitió Benjamín hacia Luis que se encogió de hombros.

—Ah, pensé que usted no saludaba a los sapos —Benjamín apoyó las manos en sus caderas. Ya quería hacer las paces con Luis, pero nunca imaginó que un muchacho tan chiquito y alegre pudiera ser tan rencoroso.

—Está bien, siento haberles llamado sapo, Pero entonces no se comporte como uno —el joven abrió la boca sorprendido.

—¿Me pide disculpas por llamarme sapo diciéndome sapo?

—Es que sí eres un sapo —le dijo Lucía mirándose las uñas —lo delataste con Ismael.

—Pues qué pena con todos ustedes, pero mi lealtad es con el patrón, no con él.

—¿Y por qué no puede ser con los dos? —inquirió Benjamín —no sé si te diste cuenta, pero somos un equipo todos.

—Eso sí sonó muy cursi —dijo Luis, luego tomó el azadón y dio un fuerte golpe en la tierra para terminar de abrir la zanja. El golpe fue un poco descuidado, el azadón golpeó un moño de pasto que había junto a la zanja rebotó y el agua que salpicó hacia los lados le dio de lleno en la cara a Benjamín. El joven se miró el cuerpo, el agua oscura y fría le escurría por la cara y por el pecho.

—miércoles, miércoles. Discúlpeme, fue un accidente... yo no quería —Benjamín no estaba enojado, para nada, entendía perfectamente que simplemente era un accidente, pero tal vez podría utilizar la situación para de una vez por todas hacer las paces con el joven mecánico, Así que se agachó, tomó del barro una enorme bola y amenazó a Luis.

La Epifanía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora