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Benjamín salió a trompicones por el cafetal, le ardía el labio y estaba cansado y acalorado, pero esa extraña sensación en el pecho no desaparecía, más bien, disminuía lentamente al paso que se alejaba. Cuando salió de entre los verdosos cafetales se sintió un poco más aliviado, como si la presión en el pecho simplemente nunca hubiese existido, tal vez era solo el cansancio. Benjamín no era precisamente sedentario, le encantaba ir al gimnasio, correr, montar en bicicleta y también patinar, así que le pareció extraño que su cuerpo reaccionara de esa forma solo por estar un par de horas de pie. Coger café no era un trabajo excesivamente extenuante, era más bien de resistencia, pero tal vez Ismael tenía razón, él no servía para eso, debía encontrar otra forma de ayudar a la Epifanía.

Cuando llegó al gran comedor, doña Doralba tenía una olla a presión en la estufa que lanzaba un aire que olía delicioso.

—¿Pero qué le pasó? —le preguntó la mujer que corrió hacia él —no me diga que se volvió a pelear con Don Ismael —Benjamín negó.

—No, esta vez fue el coco de coger café que no me quería. Bueno Ismael también me dijo que viniera para acá, ahora sí que ya no me quiere en el cafetal porque rompí un árbol.

—Ay, estos muchachos van a matarme —le soltó la mujer, salió corriendo hacia la nevera y sacó un trozo de hielo que le puso en el labio a Benjamín, luego lo le abrió la boca con un poco de delicadeza —no es tan grande, no requerirá suturas. Siéntese, siéntese, voy a traerle un poquito de aguapanela con limón.

Benjamín se sentó en una de las mesas largas, luego miró alrededor. Era ridículo que todos los trabajadores los hubieran abandonado de esa forma, obviamente la posesión de Juan había sido aterradora, sobre todo para él, pero de todas formas abandonar de esa forma a Ismael le pareció feo.

—¿Alguna vez se habían llegado a ver así, sin nadie? —doña Doralba dejó la limonada de aguapanela con dos enormes trozos de hielo frente a Benjamín que le dio un sorbo, pero le ardió todo el labio.

—No, nunca —le dijo la mujer —en los buenos tiempos de La Epifanía este comedor estaba a rebosar, ahí valía la pena encender la secadora de café.

—Pero, ¿hace mucho que no se utiliza la secadora? — preguntó Benjamín.

—Sí, verá, la despulpadora sirve para quitarle la pulpa a los granos del café, normalmente el café se seca al sol, pero en fincas tan grandes como La Epifanía, donde la producción es masiva, existen máquinas que secan el café. Aquí hay una, de hecho, se llaman silos. Luis es el encargado de mantenerla funcionando —Benjamín asintió, el joven le había contado —pero la cosechas ya no es lo suficientemente grande como para que valga la pena la inversión y el gasto energético que conlleva.

—Podrían utilizar energía solar —le dijo Benjamín, pero la mujer se encogió de hombros.

—Habría que comprar los paneles y tampoco hay para eso. Ay, mi niño, creo que escogiste el peor momento para heredar esta finca —Benjamín le dio otro trago a la limonada y se aguantó el ardor.

—Si, eso parece. Pero no me queda de otra.

—¿Por qué no se quiso ir con sus papás para el extranjero? Doña Doralba parecía interesada en la historia de Benjamín, pero él no tenía muchas ganas de hablar, simplemente se encogió de hombros.

—No sé, mi abuelo me prometió que esta finca no podía venderse e ir con mis papás a Estados Unidos sería... No sé, no quería dejar mi tierra, de todas formas, aquí nunca tuve a nadie. Allá tampoco pero esta finca podría traerme un poquito más cerca de mi abuelo —Dorada estiró la mano y agarró la de Benjamín.

—Te pareces tanto a él cuando era joven —él la miró con los ojos abiertos.

—¿Conoció a mi abuelo?

La Epifanía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora