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Ese miércoles había soñado que se ahogaba. Metida en el fondo de algún lugar desconocido, nadaba hacia arriba en la búsqueda de aire, de un soplo que le permitiera relajarse, pero no lo encontraba. Movía las manos y los pies de forma desordenada y de vez en cuando la cabeza para comprobar su situación.

Debajo, agua; encima, agua; a los lados, agua…

Agua. Agua. Agua.

Oxígeno, necesitaba oxígeno.

Abrió la boca y notó cómo se llenaba de todo aquel líquido. Agobiada, movió las piernas con ímpetu y les ordenó que lo hicieran a la vez.

Comenzó a ascender. Veía un rayo de luz que la cegaba y, a la vez, le indicaba que estaba llegando a la superficie. Sin embargo, cuando rozaba gloriosamente el final, cuando su mano estaba a punto de salir, un incesante y potente chorro de agua comenzó a caer encima de su cabeza.

No sabía dónde estaba metida, pero si no paraba de llenarse, nunca podría salir de allí.

Pensó en lo valioso que era el oxígeno, en la virtud de respirar. Algo tan cotidiano, tan imperceptible y, de manera muy irónica, lo
más necesario para el ser humano.

Y el agua caía y caía.

Caía y caía.

Se ahogaba y nunca llegaba el final.

Comenzaba a marearse, pero no podía dejar de luchar.

Boqueaba, braceaba y pataleaba, pero no ascendía lo suficiente.

«Ya debería estar muerta», pensó con lucidez tras lo que le resultaron
horas.

Entonces notó cómo el aire llegó a ella. Su nombre se oía a lo lejos.

Se incorporó en la cama de un solo movimiento mientras daba una gran
bocanada y se llevaba la mano hasta el pecho en un autoreflejo de supervivencia.

Otra vez oyó su nombre, seguido de pasos acercándose a ella.

Apretó sus ojos con fuerza, creyendo que aún seguía sumida en su pesadilla.

La puerta de su habitación se abrió de golpe. El rostro de su madre con lágrimas la asustó de muchas maneras.

—¡¿Qué pasa?!

Diana se disparó hacia ella y la tomó de la mano.

—¡Es Alfred!





(...)


Los monstruos de verdad no tienen un cartel identificativo, a veces también no son de carne y hueso. Llamamos monstruos a las personas, pero qué pasa con aquella alteración que daña nuestro organismo. Esa que aparece, esa que has visto o sentido sin darle importancia, y eso es lo que los hace realmente peligrosos.

Todos tenemos alguno a nuestro alrededor, en nuestro interior  y, cuando sacan su verdadero ser, se llevan una parte de
lo que fuimos. De nuestros recuerdos. De nuestros momentos vividos.

Alfred estaba bien. Todo había salido bien. Pero ¿qué habría pasado de no haber sido así? ¿De no haber recuperado su tio de esa cruel enfermedad? ¿De que su golpe, al perder la conciencia, hubiera sido
unos centímetros más abajo, como le había dicho el médico unos minutos
antes?

Estaba sentada en una fría silla, mirando al frente. La gente pasaba de un lado a otro, las camillas eran desplazadas por delante de ella y el alboroto únicamente disminuía cuando el sonido de un altavoz indicaba quién era el siguiente en pasar.

Por una vez en su vida tuvo la sensación de que no podía más. No se explicaba muy bien por qué lo sabía, pero estaba ahí. El nudo ahora ocupaba toda su capacidad y estaba formado por un cúmulo de sensaciones tan diversas que no era capaz de catalogarlas.

T A B O O | [KTH+18] Hefesto 1✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora