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Me desperezo y de inmediato soy consciente de que Minho no está en la cama. Me incorporo a medias sobre los codos, lo veo sentado en el diván, con la cabeza gacha.

¡Oh, no!»

Vuelvo a tumbarme sin hacer ruido y cierro los ojos. Con un poco de suerte, puede que no se haya dado cuenta de que me he despertado. Tras unos instantes en silencio, noto que la cama se hunde pero sigo sin abrir los párpados, rogándole en silencio que me deje en paz.

Finjo estar dormido durante una eternidad y él no hace nada por despertarme, así que abro los ojos con cuidado y veo dos estanques negros fijos en mí. Gruño, y una pequeña sonrisa baila en las comisuras de sus labios. Me pongo boca abajo y me tapo la cabeza con una almohada. Él se ríe sonoramente, me quita la almohada y me pone boca arriba.

—Buenos días —canturrea, y hago una mueca de asco ante su alegría y su felicidad de antes del amanecer.

—Por favor, no me obligues a ir —suplico haciéndole pucheros.

—Arriba —dice, y tira de mi mano con la suya sana hasta que consigue que me siente.

Protesto, gimoteo y lloriqueo todo lo que puedo contra su idea de cómo empezar el día, y luego casi me echo a llorar cuando me da mi ropa de correr, esa que me compró tan generosamente, lavada y planchada.

—Quiero sexo soñoliento —protesto— Por favor.

Me saca de la cama, coge mi bóxer y me da golpecitos en los tobillos para que los levante.

—Te vendrá bien —afirma, convencido.

Le vendrá bien a él. Corre distancias de locos todos los días. Yo soy más de correr un par de kilómetros cuando siento que necesito perder un par de kilos.

—¿Qué estás insinuando? —Lo miro mal.

Él sigue en cuclillas delante de mí. Pone los ojos en blanco y me hace un gesto para que levante el pie y pueda ponerme mi bóxer de Pororó.

—Cállate, Sung. En realidad, ahora mismo estás demasiado delgado —me regaña.

La verdad es que lo estoy. Dejo que me ponga los pantalones cortos, la camiseta y las zapatillas.

—Es una tortura —refunfuño.

—Ve a lavarte los dientes. —Me da una palmada en el trasero y voy al cuarto de baño, arrastrando los pies y echando la cabeza atrás para dejar bien claro que lo estoy haciendo de muy mala gana.

—Soy un peso muerto—gimoteo. Él iría mucho más de prisa sin mí y yo podría dormir hora y media más — Nunca conseguiré hacer veintidós kilómetros.

Me coge de la mano, me saca del ático y me lleva al ascensor.

—Para mí no eres un peso muerto. Me gusta tenerte a mi lado. —Introduce el código y descendemos al vestíbulo. A mí también me gusta estar con él, pero no a las cinco de la mañana y correteando por medio Seúl.

—Tienes que cambiar el código. —Se lo vuelvo a recordar.

Me mira, con los ojos brillantes. Le falta menear la cola como un perrito. Me dan ganas de pegarle por estar tan despierto y tan alerta.

—Gruñón —me espeta, y en ese preciso instante decido que no voy a volver a recordárselo.

Salimos al sol del amanecer. Los pajaritos cantan y los camiones de reparto zumban. Son los mismos sonidos que la última vez que me preparó una sesión de tortura antes de que las calles estuvieran despiertas.

Empiezo a estirar sin que me lo diga nada. Me mira, sonríe y procede a hacer lo propio. Quiero ser un cascarrabias pero está demasiado bueno con sus pantalones cortos negros.

ManiacDonde viven las historias. Descúbrelo ahora