19 - Siete días hacia el Sur

130 12 8
                                    

La muerte de Edmundo inundó al María Eugenia de una tristeza y melancolía incomparables. Los días eran mucho más silenciosos sin los chistes mil veces repetidos de aquél alegre capitán. Todos lo extrañaban. Josefina tomó el mando del navío, obedeciendo el último deseo de Edmundo. Había aprendido ciertas cosas en su corto tiempo en el mar, tanto de Drake como de Edmundo,  por lo que sabía qué órdenes dar y en qué momento. Algunas veces los marinos hacían cosas que no eran lo que Josefina les indicaba, ya que en ciertas ocasiones las órdenes que daba eran incorrectas o equivocadas. Todas las noches, en plena cubierta, Josefina tocaba el violín en memoria de Edmundo, como si éste aún la estuviera oyendo, sentía que era una forma de expresar su dolor y su pena. A pesar de haberlo conocido hacía tan poco tiempo, Josefina le había tomado mucho cariño, y le estaría eternamente agradecida por todo lo que había hecho por ella. Si no se hubieran encontrado en aquella taberna vacía, tal vez ella todavía estaría vagando en Tortuga, buscando la forma de volver a Portobelo.

Ahora hacía ya siete días que navegaban hacia el sur, y todavía no habían encontrado la entrada de la que les había hablado Bernardo. Josefina sintió que el mundo se le venía encima. Nada podía salirles peor. No entendía por qué no encontraban la entrada a la isla. Tal vez Bernardo les hubiera mentido acerca de la ubicación. Encima de la muerte de Edmundo ahora les pasaba esto. No podía creer su mala suerte. Tomó el catalejo y observó el horizonte, no había nada, nada en absoluto, ninguna formación rocosa con un hueco que asemejaba una puerta o una entrada. Bernardo les había mentido, los había desviado de su curso. ¿Pero por qué había hecho eso?

Continuaron navegando hacia el sur, aun conservando la esperanza de hallar la entrada. A la tarde, cuando el sol se estaba poniendo, Josefina volvió a tomar el catalejo y observó nuevamente el horizonte. Allí, a lo lejos, parecía divisarse una pequeña línea oscura en el horizonte. La muchacha se sobresaltó. Tal vez sí existiera la entrada, tal vez Bernardo sí les había dado la localización exacta. La emoción invadió a Josefina, comenzó a gritar como una histérica y a señalar hacia el horizonte, donde los demás marinos pudieron ver lo mismo que ella, una pequeña franja negra que se agrandaba cuanto más se acercaban.

Al cabo de media hora, el María Eugenia estuvo a unos trescientos metros de la entrada. Era, como dijo Bernardo, una especie de pared de roca gigante con un hueco, como un enorme arco de roca, por donde debían pasar para hallar la isla de la sirena. A simple vista, del otro lado de la entrada no se veía nada más que el mar. Fueron acercándose cada vez más, hasta que comenzaron a atravesar el hueco en la roca. De pronto, mágicamente comenzó a aparecer de la nada una gran isla sobre el mar.

_ ¡Dios santo!_ Comentaron asombrados algunos marinos.

El María Eugenia se acercó bastante a la isla. Josefina dio la orden de soltar anclas, y a continuación la tripulación comenzó a descender en los botes, que se encaminaron lentamente hacia la costa.

Josefina estaba en un bote con seis marinos más. Miraba asombrada la isla, no podía creer que algo tan grande pudiera haber aparecido de la nada. Jamás hubiera pensado que una cosa así pudiera suceder. No sabía si se trataba de magia o algún otro misterioso poder, pero la había dejado realmente sorprendida.

La isla era muy grande, enorme. Tenía un pequeño cerro en el centro, que estaba rodeado de un bosque bastante espeso. Algunas aves sobrevolaban la isla y se detenían en las copas de los árboles cada tanto. El sol ya se ocultaba tras el horizonte, sus dos opciones eran dormir en el barco y recorrer la isla al día siguiente o montar un campamento en la playa, para luego buscar el lago de la sirena. A pesar de que Josefina sabía que la mayoría de la tripulación preferiría dormir en el barco, ella decidió levantar un campamento en la playa, cuanto más cerca de la sirena estuvieran, mejor.

De noche la isla adquiría un aspecto siniestro, y con la luz de la fogata que hicieron en la playa y las antorchas que colocaron en torno al campamento, parecía mucho más siniestra. El silencio reinaba en la playa, los marinos estaban nerviosos, Josefina lo notaba en sus rostros, en sus miradas. No les dio importancia. Estaba demasiado cerca de lograr su venganza como para preocuparse por los temores de los piratas. Le resultaba extraño hacerse a la idea, ahora ella era una pirata. Sonaba raro, pero era así, capitaneaba una nave pirata, cuyos tripulantes eran piratas, por lo tanto, ella también era una de ellos, era lo lógico, ¿no? Aún así le costaba acostumbrarse, darse cuenta de que ahora formaba parte de una raza, un tipo de personas, a quienes un tiempo atrás consideraba ratas inmundas, asesinos desalmados y sanguinarios, ladrones bárbaros y salvajes, una raza que debería ser exterminada por el bien de la civilización. Ahora formaba parte de ellos, estaba en su mundo, por más que fuera sólo por un corto tiempo. Aún no sabía qué iba a hacer luego de resucitar a su familia. El María Eugenia le pertenecía ahora, pero quería estar junto a Felipe. Aunque también podía hacer las dos cosas, vivir con su amado en el barco, no sabía qué elegir. Le costaría tomar una decisión, pero en su interior sabía, que le sería difícil alejarse del mar, era como que había vuelto a enamorarse del océano, la mayoría de sus sueños últimamente transcurrían en el mar, en medio de las cálidas aguas del Caribe.

La noche avanzaba en el campamento de los piratas de Josefina. La fogata seguía ardiendo, las llamas danzaban al compás de una música mágica, imperceptible para los oídos de las personas. En aquella comunión de gentes del mar, y como ha sucedido a lo largo de toda la historia, las miradas de los hombres se perdían pensativas en el dorado y rojo del fuego, en un antiguo ritual tan eterno como el tiempo. Pero Josefina no formaba parte de aquél círculo de miradas centradas en las llamas, sus ojos escudriñaban la densa oscuridad que reinaba en el bosque, internándose en él, llamando silenciosamente a la mitológica criatura que allí la aguardaba, impaciente después de tantos años de amarga espera, para entregarle un deseo, el que ella quisiera, a cambio del cuerpo humano que hacía tanto tiempo había dejado atrás.

Piratas, fantasmas y sirenas. (Josefina Moliner #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora