Capítulo 1

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No me creo que esté aquí... Es de locos, lo sé.

Ya empezamos con las normas estúpidas de pueblos perdidos en el fin del mundo. ¿Qué significa esta zona pintada de color azul? ¿Puedo aparcar? ¿Dónde está el parquímetro? Uf... Esto no ha sido una buena idea. Bajo del coche y compruebo que, efectivamente, no existe dicho parquímetro; sin embargo, los aparcamientos están pintados en color azul. Imagino que debe ser algo reciente y que, por el motivo que sea, aún no han colocado la endemoniada máquina recaudadora. En fin, aquí mismo aparco. El hotel está a unos escasos metros. Inmediatamente, me percato de que estas calles no se lo van a poner fácil a mis Louboutin. Por favor, que no se rasguñen; ¡me dolería el alma! Estos zapatos me costaron más que todo ese disfraz que lleva la espantapájaros de la recepcionista. La miro por encima de mis preciosas Ray-Ban edición especial. La muchacha se esfuerza por ser amable. Sé que le pagan por ello, pero conmigo no hace falta tanta amabilidad. Le doy mi carné de identidad, comprueba la reserva e intenta soltarme el típico rollo sobre el funcionamiento del hotel. Le corto el monólogo.

—Gracias, bonita. He leído el funcionamiento por internet, que para eso está. Ahórrate la explicación para clientes con poca clase mal informados.

Básicamente, le arranco las llaves de la mano y me dirijo hacia el ascensor. La chica parecía maja, con su brillante sonrisa. La camisa le quedaba algo holgada para mi gusto. ¿Cómo puede ir sin pendientes? Este lugar no es para mí... Pero ¿qué estoy haciendo? «Solo una semana, Lena, solo una semana...», me digo a mí misma mientras entro en ese pequeño ascensor. De nuevo, la silueta de aquel joven vuelve a mi cabeza. Tendríamos unos diecisiete años, o por lo menos yo los tenía...

La habitación no está tan mal: a un lado tiene bonitas vistas a las montañas, y desde el otro la vista se asemeja a una imagen de cuento, pero un cuento de invierno, ya que el día goza de una tonalidad grisácea un tanto entrañable que, junto al humo de las chimeneas, adorna los tejados. Me desprendo de todas mis cosas y me apoyo junto a ese ventanal observando los tejados, los gatos callejeros, las calles adoquinadas, la gente mayor caminado lentamente, ese policía... Madre mía, ¡está cañón! Es como si tuvieran a un estríper poniendo multas. Por lo menos están bien protegidos en este pueblo, algo bueno tenía que tener. Un momento... ¿Qué hace? Un momento... ¡Es mi coche! ¡Oh, no! Salgo escaleras abajo como alma que lleva el diablo, y la chica de recepción se queda perpleja al verme salir con tanto ímpetu. Ni siquiera soy consciente de que ya me había descalzado; salgo sin zapatos gritándole al hombre policía.

—¡Eh, cañón! Mierda, quiero decir, señor policía... ¿Qué hace?

—¿A usted qué le parece? —Me mira con cara de sarcasmo y dirige la mirada a mis pies descalzos.

—¿Cómo va a multarme? ¡Soy nueva aquí!

—¿Y? Eso no le exime de poner su papelito con la hora de llegada escrita, como todos.

—¿Papelito escrito? ¿En qué mundo viven? —le recrimino—. ¿Papelito? —repito sarcásticamente de nuevo.

—Si la paga hoy mismo tendrá un 40 % de rebaja —dice mientras se da media vuelta para marcharse sin darme opción a rechistar—. Ah, por cierto, en el mundo en el que vivimos, la gente suele salir a la calle con calzado... —Se sube a su todoterreno de la Policía local y desaparece.

Y aquí me quedo yo, sin palabras, observando mis pies descalzos y el dichoso papelito rosa en el parabrisas de mi Jaguar, o, mejor dicho, el Jaguar de mi marido.

***

Qué «simpática» la recepcionista con su sonrisa burlona al verme aparecer con el papelito rosa en la mano; apenas puede disimular que le divierte lo sucedido. Aun intentado contener la risa, insiste en su falsa amabilidad.

CUIDADO CON LAS EXPECTATIVASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora