Capítulo 20

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CAPÍTULO 20
CONTIGO DE LA MANO.

Brenda.

No te duermas, Brenda.

Un. Dos. Tres.

Abofeteé mi mejilla.

Mi cansancio era extremo. El vacío que sentía desolador. Mi organismo trotaba a ritmo de la conducción. Olía a metal oxidado y quería llorar para expulsar la porquería que llevaba dentro.

Suspiré angustiada.

¿Donde me llevaban? ¿Que pasó con Viktor?

Escaneé mi alrededor. Solo oscuridad. Mis fuerzas erradicadas hasta tal punto, que no podía menear ni una triste articulación. Tenía mucho frío. Barajé la hipótesis de fugarme, pero era inviable abrir las puertas blindadas sin ayuda de una palanca.

El automóvil frenó de sopetón.

Mis pupilas trepidaron frente a la luz del día cuando un señor alto con rasgos orientales y expresión tediosa desplegó el amplio portón.

No entendí ni una palabra cuando gritó como energúmeno. El Asiático señaló las afueras con diligencia, ordenándome salir de ahí dentro.

Un velo borroso obstruía mi visibilidad. Tenía mucha sed. Quiero un vaso de agua. Mis piernas flaqueaban, así que lo hice como pude, tropezando con mis propios zapatos y tambaleándome en el proceso cual gelatina. Pensé en enfrentar a los seis bárbaros plantados a mis anexos censurando mi posible huida, sin embargo, precedí obediente.

Hubiese sido tentar a mi suerte.

—¡Dejadme en paz! —berreé cuando vi que no tocaba de pies al suelo porque un par de ellos amarraron mis brazos heridos para auparme.

No obtuve respuesta. Sus miradas ceñidas al horizonte. Y clavículas inflexibles. Ninguna urbanización cerca. Solo vegetación. Lugar apropiado para cometer homicidios.

Las persianas de una nave considerablemente grande se enrollaron. El hedor a puro saturó mis pulmones y tosí consumida por la humareda.

Topé con una tribu de occidentales jugando a las cartas, alcoholizados hasta el límite del coma etílico y además, drogados. Lo supe porque había ciertos polvos blancos esparcidos sobre la mesa orbicular.

Sus cuellos viraron hacia mi itinerario.

—¿Que carajos estáis mirando? —reprendí perdiendo la poca paciencia que me quedaba.

Uno de ellos se levantó. Tenía unos cuarenta. Algo flacucho. Cabeza rapada y ojos avellana.

—Cuidado con el tono. —habló con aires opresores al llegar a mi posición alineando su dedo con gesto de advertencia. —Que yo sí que te entiendo.

Muy seguramente era el macho alfa de la manda, y por lo visto, conocía mi idioma perfectamente.

—¡Diles que me suelten ahora mismo! —exigí.

Un sutil movimiento de cabeza bastó para que ese par de alimañas obedecieran sin más preámbulos.

Sobé mis bíceps resentidos.

—No cantes victoria, niña. —se carcajeó. —Verás, tenemos otros planes más íntimos para ti.

—¿Íntimos? —repetí desfigurada.

Los demás observaban como buitres.

—Ponte de rodillas. —ordenó con severidad.

—¿Disculpa? —hasta me salió un chillido. —Creo que os estáis confundiendo bastante conmigo.

TAIPÁN ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora