01. Mala suerte

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Para Sebastián no era su primera vez huyendo de un marido furioso.

Pero si la primera vez haciéndolo mediante una sucia y estrecha chimenea.

Aparentemente todos los seres del señor estaban sujetos a su buena cantidad de imprevistos diarios, pero justo ese día todos los imprevistos y mala suerte cayeron sobre él en forma de una intempestiva lluvia de hollín. Con cada nuevo retorcimiento a través del conducto se acercaba más al hueco superior de la chimenea pero también se ensuciaba cada vez más y se enfurecía a su vez. En su mayoría contra el susodicho marido furioso y con su respectiva esposa que ni siquiera había sido la mujer más hermosa con la que se vio envuelto, pero también contra si mismo y sus costumbres que comenzaban a tornarse como un gran problema.

Él era un par del reino, si bien no muy respetable y con una gran reputación encima, él era un par del reino. Tenía ese mítico título que lo diferenciaba por encima de muchos otros, muy por encima de un destornillador, por supuesto.

Lo que volvía más ridícula la situación y que cuando finalmente salió del infernal conducto y una vez ya en la azotea no se sintió mínimamente aliviado sino mucho más irritado porque al acercarse al borde de esta descubrió una escalera que corría a lo largo de la pared que pudo haber utilizado en lugar de la chimenea, si solo no le hubiera hecho caso a la rencorosa ama de llaves de la baronesa. Que claramente le guardaba lealtad a su amo y desaprobaba las escaramuzas de la señora. Maldijo y comenzó a descender sintiendo el realmente sinsentido de haber escalado en vertical cuando la salida obvia era bajar, en su defensa pensó en la colección de armas que había visto que tenía el barón en su biblioteca y por más que tuviera una reputación hecha jirones nunca se había involucrado en un duelo o le había disparado para tranquilidad de su madre.

También porque tenía una puntería lamentable, los duelos estaban fuera de discusión.

Entonces, rastreramente le tocaba huir, por chimeneas y balcones, a través de jardines y rosales. A un camino ciertamente incierto.

En cuanto estuvo fuera de la propiedad del barón golpeó el aire y gritó, llevado al límite de su malhumor al recordar que no tenía ni dinero ni un caballo para salir de ese maldito pueblo olvidado por Dios.

— ¡Infierno sangriento!

Desde que tenía uso de razón se había atribuido ser alguien con muy buena suerte, tenía un título, buena apariencia y una fortuna interminable que le había conferido buena suerte con las mujeres y las cartas, y en su pequeño mundo ya nada más importaba que eso. O eso había creído hasta que la suerte dejó de fluir en sus manos conforme envejecía y notaba la decepción en el rostro de su madre, tanto que se hacía insoportable y buscó más distracciones a toneladas. Lo que le había llevado allí, al polvoriento e inhóspito campo por invitación de su más reciente amante y su grupo de amigos, si había disfrutado dos noches de desenfreno que lo habían llevado la mañana anterior a perder su caballo y el dinero que traía encima en una estúpida apuesta, luego a huir del esposo de la baronesa y quedar irremediablemente perdido en medio de la carretera.

No solo su suerte se había perdido, sino que había sido lo suficientemente descarada al irse para meterlo en situaciones ridículas.

— Maldita sea — se sacudió la chaqueta que al menos mínimamente se había mantenido limpia de hollín y comenzó a caminar en la dirección que creyó se ubicaba el pueblo.

A partir de allí pensaría que hacer, Dios sabía que encontraría una manera con suerte o no.

Mirando las montañas y campos verdes iluminados por la luz de media mañana, además del silbido del viento tranquilo que traía ruidos del campo como el mujido de una lejana vaca y cacareos de gallinas, y los olores particulares de animales y cultivos no hacían nada para calmar su malhumor sino que aumentaban su irritación. Principalmente porque siempre había odiado el campo, desde los diez años nunca había regresado a su condado por exactamente la misma razón, no había razón para hacerlo cuando tenía un excelente administrador que le generaba los suficientes rendimientos para mantener su vida en Londres, solo últimamente había sentido remordimientos cuando escuchó que habían despedido a algunos arrendatarios por la crisis de maíz, unos remordimientos que lo molestaban con cada vez más insistencia conforme los años pasaban.

Amar al vizconde Donde viven las historias. Descúbrelo ahora