27. Ruidos

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— Eres un imbécil.

Cómo supuso Charlotte no estaba contenta con él cuando se enteró que Brianna se había ido.

Lo dejó muy claro al seguirlo a su club esa noche y gritar en cuanto lo encontró.

Él y el resto de la mesa se tensaron cuando ella se sentó y comenzó a quitarse la capucha, porque aunque El Diamante era un club innovador y experimental que permitía la entrada a damas y a caballeros por igual, solo eran unas pocas, en su mayoría viudas con igual de negra reputación. No una guapa jovencita soltera vestida de dorado.

Solterona, aclararía ella.

Pero ella no lo era. Ella no era ni nunca sería una de esas mujeres con cofia y piel llena de amargura que todos trataban de ignorar allá donde fuera.

Seguiría recibiendo propuestas de matrimonio aún con cuarenta años.

— Te odio, Sebastián — declaró inmediatamente después de sentarse.

— El sentimiento es mutuo.

— Oh, no me digas. ¿También te odias? Porque deberías.

Conociendo la rudeza de su piel reptiliana, Sebastián transmitió su enojo al hombre que había aparecido con ella y tenía un aspecto apenado. Lord Dremond.

— Habría llegado aquí de todos modos — dijo — Al menos así minimizamos el daño.

— Como escusa, amigo, esa es muy pobre — señaló Linlithgow.

El otro ocupante evaluó en silencio la presencia de Charlotte, como hacía todo lo demás. Nadie podría sacarle una palabra que no quisiera decir al duque Saintnight y Dubley. Aunque por su mueca podría estar arrepentido de aceptar estar allí esa noche.

— ¿Cómo pudiste aceptar esto? — los ojos azules de Charlotte lanzaban dagas — ¿Acaso no tienes sangre en las venas?

Sebastián no respondió, manteniendo su mirada en la mesa donde las cartas de la partida que habían estado jugando con desgana yacían olvidadas. Recogió el vaso de whisky que estaba bebiendo mientras ella seguía con su diatriba.

— De haber sabido que los arruinarías todo a tal magnitud te habría pateado fuera de la casa cuando tuve oportunidad.

— ¿Mi casa? — no se contuvo para señalar sarcásticamente.

— No me vengas con estupideces ahora. Sabes que es tu culpa.

Sebastián vació el contenido del vaso de un trago, recibiendo el escosor en su garganta y apretando sus dientes con fuerza, porque aunque eficiente era solo efímero el alivio que brindaba del dolor.

«Nosotros debimos separarnos en esa posada antes de montar la diligencia» dijo ella y parecía tan segura que él en el momento le había dado la razón.

Todo habría terminado más fácil si solo se hubieran despedido allí como dos desconocidos que habían tropezado en la vida del otro pero daban un paso al costado para continuar con su propio camino. Pero entonces el accidente de carruaje habría ocurrido y ella hubiera estado sola, se habría hecho un daño peor si hubiera estado sola y dormida contra la ventana cuando el aparato volcó.

Pero claro, a ella no le habría importado siempre y cuando pudiera salvar al padre del bebé a tiempo.

Ni tampoco le habría importado llegar sola a Londres y habría alquilado una diminuta habitación en la calle más barata y por consecuente la peor de toda la ciudad. Aunque pudiera aparentar fuerza y seguridad no habría tenido oportunidad con hombres borrachos tocando a su puerta por el rumor de sangre nueva.

Amar al vizconde Donde viven las historias. Descúbrelo ahora