22. Escuchar a Escondidas

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La larga fila de carruajes se alineaba a ambos lados de la calle principal, ocasionando un caos de caballos nerviosos y rebeldes, cocheros impavidos y pasajeros aburridos que esperaban que la fila hasta la puerta principal de la mansión Hasselhoff avanzara penosamente. 

Sebastián cerró y abrió sus manos en puños varias veces como había hecho la última media hora pero como al principio no funcionaba para calmar la sensación de malestar en su estómago.

Era el carruaje.

Aunque era enorme y mucho menos opulento que otros, sentía las paredes cerrarse a su alrededor como un mecanismo de tortura medieval, el aire parecía que se le iba a terminar y todo en conjunto hacía que su cabeza fuera a estallar. Sus dos compañeros de viaje parloteaban de una u otra cosa mientras esperaban tranquilamente avanzar, Sebastián maldijo de nuevo su destino por aceptar asistir a ese baile y maldijo su propia estupidez por meterse a sí mismo voluntariamente a esa trampa mortal.

Creyó, por un momento, realmente creyó que había superado su trauma. Pero el corto viaje desde sus apartamentos de soltero hasta Grovesnor Street le dijo que no había superado nada, que dentro de un carruaje seguía siendo ese niño pequeño que había visto a su padre morir lentamente en sus brazos y había esperado horas para que lo sacaran, que podía tener la constitución de un adulto pero su corazón se había quedado pequeño congelado en el tiempo y que en momentos como ese gobernaba su mente haciéndole querer morirse.

Pensó en Brianna, evocar su recuerdo se había hecho una constante en su días y noches, en ese momento recordar sus breves instantes en el carruaje mientras entraban en Londres y ella le ofrecía dormir en su regazo mermaba parte de su desasosiego. Especialmente porque lo hacía pensar en otras cosas, como la perfecta suavidad de su piel, en las pecas que besaban sus mejillas y que había visto se extendían entre sus pechos y su espalda, en hundir sus manos en sus cabellos rojos y hacer todo tipo de perversidades en el oscuro e íntimo refugio de un carruaje.

Porque con ella en el interior de un carruaje, ellos dos juntos y solos, la pesadilla se convertía en un tentador sueño.

No la había visto en más de dos semanas pero se recuerdo seguía vivido en él, su obsesión intensa e imprudente solo había crecido ante la ausencia. Se aferraba con las dos manos a cualquier fragmento de ella, como las veces en que oía su voz a través de la puerta cuando visitaba la mansión o cuando la bruja de Charlotte le enviaba notas de que habían hecho últimamente porque sabía cuánto le gustaba pero que era un cobarde que la evitaba. También cuando un breve olor a lavanda se sentía en el aire, porque según presentía a ella le gustaba tanto que seguía usando el jabón que le habían regalado.

Tendría que escribirle a Charlotte para que le consiguiera otro igual, una docena de ellos y un montón de cosas brillantes y bonitas que pusieran una sonrisa en su rostro.

Está vez apretó los puños por otra razón.

Porque quería ser él quien le regalara cosas y presenciará su alegría, quería que lo mirara con esos ojos tan brillantes y le prestara toda su atención como sino existiera nadie más en el mundo.

Que egoísta y perversa era su obsesión.

— ¿Sutherland, ya lo has visto tu? — preguntó Lord Dremond en el asiento de enfrente.

Sebastián parpadeó lejos de su ensoñación y el impulso de suspirar. Pensar en Brianna también lo dejaba sin aire.

— ¿He visto qué? — arqueó una ceja, sin mucho interés.

Lord Dremond y Lord Linlithgow se rieron entre dientes ante su evidente falta de atención.

— ¿Qué ocurre contigo? — preguntó Dremond.

Amar al vizconde Donde viven las historias. Descúbrelo ahora