05. Sonetos y blasfemias

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— Te aseguro que ellos no están tratando de degollarte con sus garras — le dijo Brianna con una sonrisa, Sebastián no respondió inmediatamente porque estaba esforzándose por mantener quieta la camada de gatos en sus brazos — Al menos no intencionalmente.

Aunque se conocían apenas desde hace medio día Brianna supo que diría él a continuación.

— Difícilmente podría creer que no.

— Son dulces como unos angelitos — Brianna se acercó para dar toquecitos sobre la cabeza de uno de ellos completamente blanco con unos grandes ojos con el reflejo azulado de recién nacido aún.

— Demonios infernales, querrás decir.

Ella notó como sus ojos estaban entornados con fastidio y que su temperamento comenzaba a tornarse frío.

— ¿Debo recordarte tu insistencia para llevarlos aún cuando me negué?

— No, lo recuerdo. Lo recuerdo vividamente.

Había ocurrido un momento de profunda incomodidad en medio del callejón cuando ambos se habían separado torpemente luego de que la ayudara a levantarse dónde ella se había caído, porque como había ocurrido antes eran perfectos desconocidos que no tenían motivos para mantenerse cerca, pero entonces él la había sorprendido al acercarse a la cuna improvisada de sus gatos y levantarla, anunciando que la llevaría a dónde sea que se dirigiera. Entonces, una vez más estaban caminando uno al lado del otro, pero está vez atravesando el concurrido pueblo para llegar a su casa. Dónde, lamentablemente se acumulaban los motivos para la furia de su madre, no solo llegaría sin un empleo sino también con siete gatos y un extraño con una disposición por demás irritada.

— Y fue muy amable de tu parte, gracias.

Caballeroso también, pensó Brianna. Solo alguien con adecuados modales o un corazón amable podría preocuparse por ella después de lo que su hermano le había hecho, por las razones que fueran.

— Sigues diciendo eso — él suspiró con fuerza — Pero si me conocieras realmente dirías lo opuesto.

— Bueno, no estoy diciendo que seas un pan de Dios. Todos tenemos defectos terribles y no estoy en posición de juzgar como maldices y blasfemas, pero creo que el vicario se iría de espaldas — negó con la cabeza apretando sus labios — Cómo decía mi padre, que déjame decirte era un marinero muy educado y correcto, ¿Con esa boca besas a tu madre?

— ¿Me estás regañando? — dejando a un lado la seriedad para pasar a la estupefacción él la miró de reojo, sus ojos perdiendo la tensión y haciendo ese particular gesto de no sonreír pero que Brianna le parecía muy entrañable.

— No, por supuesto que no. Soy toda alagos para ti, ¿recuerdas? Además de unos ojos preciosos y de ser tan grande como una pared también tienes una voz muy bonita, tanto si es para decir blasfemias como si es para decir sonetos.

Él se vió perdido por un momento hasta que un mínino tratando de escalar por su cuello lo despertó bruscamente, era una vista divertida el hombre tan grande con gatitos llorando por un poco de su atención de la manera que pudieran.

— Yo no digo malditos sonetos, niña.

— No supongo que los recitas a descuidadas jovencitas que sin aliento te piden por más.

— Bendito infierno — murmuró mirando a lo lejos.

Brianna se echó a reír con ganas, chocando suavemente su hombro con su brazo rompiendo así una nueva barrera de imprevisible distancia entre ellos. Ya no eran solo desconocidos.

— Lo siento, Sebastián. Estoy bromeando de nuevo.

— De verdad tienes un humor retorcido.

Lo miró con sus ojos muy abiertos.

Amar al vizconde Donde viven las historias. Descúbrelo ahora