11. El arroyo.

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Era un nuevo día ya y él seguía siendo él mismo al mirarse al espejo, solo que no se comportaba como él mismo. El mismísimo hecho de seguir ocupando su habitación en la posada de ese pequeño pueblo de paso, que no se había tomado la molestia de preguntar el nombre, era una decisión premeditada que no debió haber tomado.

Por momentos se enfurecía y frustraba consigo mismo, recogía sus escasas posesiones y decidía poner finalmente punto final a ese maldito viaje, con el considerable dinero que le había dado Lord Walton podría llegar fácilmente a Londres. Pero no podía.

No podía separarse de ella.

Por segunda noche consecutiva había dibujado hasta el amanecer, la había dibujado a ella, desde varios ángulos. Con la luz de la chimenea a media noche mientras cenaba, con la sonrisa amable que le daba a los huéspedes de la posada mientras trabajaba, así como también a ella de pie bajo la lluvia en el patio de la posada. Era una verdadera pena que solo tuviera un carboncillo cuando quería plasmar el color rojo de su cabello o el brillo saludable de sus mejillas.

También había dibujado otras cosas, demostrando que su bloqueo artístico finalmente se había ido. Dibujo un paisaje del mar graciosamente iluminado, también una habitación abarrotada con una chimenea como protagonista.

Al salir de la habitación su humor mejoró ante el día soleado comprobando la pequeña teoría de Brianna sobre un sol brillante y al preguntar a la impavida doncella en el comedor de dónde estaba Brianna, ella indicó con un gesto vago las cocinas y medio chilló cuando él se dirigió exactamente allí, entonces la dueña de la posada al encontrarlo en sus dimensiones también chilló, con más fuerza. Finalmente fue a un pequeño cuarto con una pared abierta que a juzgar por las cuerdas colgadas con sábanas y ropa colgando debía ser la lavandería.

Un cesto enorme de al menos tres palmos se movía como por aparte de magia, meneandose de un lado a otro y chocando contra el marco de la puerta, al acercarse y sostenerlo con sus brazos descubrió a Brianna llevando el cesto, o por el contrario, el cesto llevando a Brianna.

- ¡Hola! - ella sonrió al verlo y él se encontró sonriendo en cambio.

- Hola, Brianna.

Por un instante solo se miraron por encima del cesto a rebosar de ropa sucia, muy cerca y muy íntimamente en ese improbable lugar, entonces ella torció el gesto en un ceño fruncido.

- Creí ya a esta hora habrías partido - su expresivo rostro se inclinó hacia un lado - Ayer nos despedimos.

Sebastián recorrió toda su expresión para descifrar si se trataba de que ella estaba irritada o aliviada porque aún estuviera allí, pero en el mismo solo vió una tranquila curiosidad. Ella no podría estar tan impasible e indiferente a él, ¿o si?. ¿Podría importarle nada no volver a verlo? ¿Podría continuar su vida como si nada? Porque solo Dios sabía el porqué él no podía. Pero no había nada allí que demostrara sentimientos o emociones desgastantes hacia él.

- No nos despedimos - respondió entonces.

- Lo hicimos - Ella parpadeó.

Repentinamente molesto por la incómoda posición él dobló sus rodillas para mover el cesto a un lado y despejar la puerta para ella.

- ¿Hacia donde ibas con esto?

- Al arroyo de aquí cerca - señaló un punto incierto por encima del hombro izquierdo de él - Debo completar este lavado.

Medio horrorizado Sebastián se preguntó si esas sábanas colgadas las había lavado ella y a qué endemoniada hora debió levantarse para hacerlo, pero contrario a un rostro enfurruñado y cansado, su piel estaba saludablemente rosada y losana. Como una de esas damas con sombrilla dando un paseo vigoroso por Hyde Park.

Amar al vizconde Donde viven las historias. Descúbrelo ahora