Prisionera.

440 37 10
                                    

No recordaba haber visto esa habitación iluminada. En los cuatro años que llevaba atada a ese hombre, no había conocido lo que era la felicidad o sentirse amada por alguien, mucho menos por aquel que se llamaba su marido. Era una prisionera en su propia casa, no podía salir de ahí sin el permiso de ese hombre, solo si la necesitaba para cerrar algún trato con sus socios. Odiaba esos momentos.

Cada día cuando oscurecía odiaba escuchar los pasos de su marido acercarse a la habitación. Odiaba ver su rostro. Aquel perfecto y hermoso, pero vacío rostro del hombre que la había desposado debido a una deuda que su padre tenía y que él había cobrado con el cuerpo de su única hija, como siempre había hecho.

Sin decir ni una palabra, ella sabía y resignada aceptaba lo que ocurría dentro de esas cuatro paredes. Su marido siempre esperaba que estuviera lista para él. Si estaba vestida, la desnudaba molesto antes de hundirse en su interior sin importarle nada, si ella estaba dispuesta o no. Él había pagado un precio por ella y no había momento en que no se lo recordara.

Ella solo dejaba que pasara sin mostrar sus sentimientos, se había hecho muy buena en ocultar su repulsión cada que su marido la tocaba, la besaba y la embestía con fuerza desmedida. Ya no sentía aquel miedo que la envolvía al principio de su matrimonio, esas horas de llanto que precedían cada encuentro sexual con ese hombre. Ahora solo quedaba el asco y el odio en su interior y el cual sólo salía cuando estaba en la soledad de la oscura habitación. Odio por la vida que le había tocado tener, por los años que aún faltaban y por saber que jamás se libraría de ese hombre y su asqueroso toque.

Las mañanas eran su momento de paz, despertaba sin el cuerpo de ese hombre sobre ella, "una pérdida de tiempo" solía decir, tenía tareas y no podía dejarlas de lado solo por su esposa. Aliviada de su falta, caminaba hacia el baño hundiéndose en la bañera tratando de quitar cualquier rastro del toque del hombre de su cuerpo. Era inutil, lo sabía muy bien. Después de tanto tiempo de matrimonio, era imposible eliminar la sensación de su cuerpo y lo odiaba.

—Señora. El jefe la espera en su oficina. —Interrumpio una de las muchas mucamas que su marido tenía en esa gran mansión. Suspiró cansada e incapaz de negarse a esa orden. Estaba segura que su cuerpo no resistirá otra de las palizas que a su sádico marido le encantaba propinar.

Caminó desnuda hasta el vestidor de la habitación tratando de elegir un atuendo que ocultara los moretones y golpes frescos que su cuerpo lucía. La respuesta a su dilema siempre era el mismo, un traje sastre tinto que su esposo había mandado hacer con un famoso modista italiano y el cual la cubría de los ojos indiscretos de los trabajadores, aunque todo ellos sabían muy bien lo que ocurría en ese lugar.

Entró a la oficina encontrándose con la mirada fría de su esposo desde su escritorio, sus hombres estaban repartidos por la habitación siempre listos para cumplir con sus órdenes y para impartir justicia, o lo que él llamaba justicia.

—Te tomaste tu tiempo, Fiore. —Señaló el hombre con su habitual frialdad. Frente al escritorio se encontraban dos hombres arrodillados y con señales de haber sido brutalmente golpeados, al menos toda la noche.

—Lo lamento, esposo. —Musito ocupando su lugar habitual a la izquierda del hombre. No podía quitarle la vista de encima a esos dos sujetos, sin embargo, no sentía nada al verlos, después de tanto tiempo, ya era incapaz de sentir compasión por las personas que entorpecen el trabajo de su marido—. ¿Por qué la prisa en llamarme?

—Estas dos mierdas creyeron inteligente tratar de robar la mercancía que iba rumbo a Milán.

—Nosotros no... Lo juro, señor. —Artículo uno de los hombres en medio de toses que mancharon el piso de la oficina de sangre.

Ave Enjaulada (Placeres Desconocidos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora