Soledad

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En sus treinta y dos años de existir, jamás había salido de Palermo. Su familia siempre vivió rodeada de problemas económicos, los cuales empeoraron cuando su madre la abandonó dejándola a merced de un padre drogadicto y alcohólico. Incluso con sus múltiples trabajos, nunca fue capaz de costearse salir de su hogar, ni siquiera por uno días. Las cosas no mejoraron cuando se casó con Timoteo, quien la enclaustro en casa mientras él tomaba el papel de ser quien viajaba ya fuera por placer o por negocios.

—¿Gelato? —Preguntó Donna extendiendo uno de los conos que llevaba en su mano—. No sé que sabores le gustan, pero traje los que se vendían más. Las multitudes no lo elegirían si no supiera bien, ¿verdad?

Ambas mujeres se encontraban en una terraza que ofrecía una hermosa vista de la catedral de Santa Maria del Fiore en Florencia, la razón por la que ella tenía ese nombre, según le había contado su madre. Fue lo primero que quiso ver al llegar y Donna accedió de inmediato.

—¿Cómo sabes que no soy alérgica a algo como eso? —Bromeó la mujer regodeándose del gesto asustado que invadió el rostro de la joven, mientras trataba de encontrar palabras para justificar su elección de sabores—. Solo bromeo, Donna. A lo único que soy alérgica es a los antibióticos.

—Casi temo preguntar cómo lo descubrió. —Dijo tomando asiento frente a ella para comenzar a comer su propio gelato.

—Según mí padre, casi muero cuando tenía cuatro años. El idiota se negó a llevarme al doctor por una fuerte infección y mí madre trató de ayudarme dándome unas medicinas que tenía guardadas. No pasó mucho tiempo para que mí madre nos abandonara después de eso. —Contó de manera ausente.

—¿La extrañas?

—No la conocí por mucho tiempo, pero las únicas cosas buenas que recuerdo son con ella presente. —Mordisqueaba su postre paseando la mirada por aquella catedral que solo había visto en fotografías y videos. Se sentía tan ligera estando ahí sin la intimidante presencia de su marido o alguno de sus hombres que siempre deambulaban por la mansión. Suponía así se sentía la libertad, aquello que nunca tuvo a su alcance y con lo que siempre soñaba, Donna lo consiguió solo pidiendolo.

Pese a que la chica actuaba como siempre, Fiore podía notar que algo en su forma de actuar y en su mirada era diferente a lo usual, sin embargo, parecía que Donna aun no confiaba en ella por completo. Ese pensamiento causó un pequeño dolor en su pecho.

—¿Qué hay de ti? ¿Habias estado aquí antes? —Preguntó dirigiendo la conversación hacia la joven, tal vez, así revelará más detalles de su vida.

—Solo por un día. Tenía diecisiete años y acompañé a mí padre a hacer unas compras. No fue nada sobresaliente, la verdad. —Respondió sin mirarla, por lo que Fiore supuso que se trataba de una mentira, cosa que la hizo molestar y hablar antes de siquiera pensar en lo que podría pasar o en terminar arruinando aquel viaje cuando apenas comenzaba.

—Donna. —Habló con su tono serio que solía usar para dirigirse a los trabajadores de la familia—. Detesto cuando la gente me miente como si yo fuera una imbécil para no poder manejar una verdad.

—Señora, yo...

—Mas te vale que las siguientes palabras que saldrán de tu boca sean verdad, porque si no, este será un viaje muy corto. —Odiaba actuar así, pero le disgustaba aún más las mentiras en su cara.

Donna bajo la mirada hacia su regazo olvidando por completo el helado que comenzaba a derretirse en sus manos, parecía estar debatiéndose internamente sobre la amenaza de Fiore. Noto como sus manos temblaban y encontraba dificultades para decir alguna palabra. No pudo sino sentirse herida por las dudas de la joven. Ella le había contado todo como una ingenua, había pasado tanto tiempo sin hablar con alguien, que soltó toda su vida con la primera persona que la trató con amabilidad, esperando eso le ayudará a que la gente confiara en ella. No pasaría por un tiempo.

Ave Enjaulada (Placeres Desconocidos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora