diecinueve

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La brisa fresca de la mañana me hace pensar en lo mucho que extraño tomar café, aunque sea en apuros porque debo llegar a tiempo a la universidad. Pero aquí estoy, desayunando golosinas esperando a los hombres que, finalmente, me llevarán a mi casa.

Aproximadamente quince minutos más tarde y dos pequeñas bolsas de golosinas agotadas, ellos salen de sus habitaciones, dos habitaciones diferentes. Es como si todos hubieran dormido en habitaciones de lujo, salen relajados y con un caminado bastante calmado.

Michael viene como el rey del mundo, lleva su pistola en la cintura como su hermano. Hay una seguridad en sus movimientos que llama la atención, aunque siga un poco cojo por el disparó que recibió hace días. Wilmer está quieto y observador, como siempre. Por otro lado, Donovan se veía desinteresado, se nota que no es una persona que ama la gente habladora en la mañana. Cruzamos miradas, dijimos tanto en aquel instante sin la necesidad de pronunciar palabras.

—Buenos días, muñeca— cuando estuvimos los cuatro juntos el primero en saludarme fue Michael. Donovan desvió la mirada de inmediato.

—Serán buenos cuando llegue a mi apartamento—contesté agotada—. Mataría por un baño de agua caliente —gemí angustiada—. ¿Nos podemos ir ya?

—Claro que sí. Tus deseos son órdenes para mí —contestó coqueto—. Nos esperan unas largas horas de viaje, es posible que nos paremos en un lugar casi llegando a la ciudad, conozco a uno que se pone de mal humor si no come bien —miró de reojo a su hermano con una pizca de burla. Casi sonrío por su comentario. Pensándolo bien, Michael es el payaso que hace falta en cada conversación—. Vamos.

Le iba a seguir para bajar la escaleras, pero él se hizo a un lado y extendió sus brazos dándome paso para ir delante de él, como un caballero haría. Bueno, eso no me lo esperaba. Le regalé una pequeña sonrisa y bajé de primero. Todos ellos me siguieron.

Es un vehículo grande, cabemos todos en él. Michael me abrió la puerta de atrás y me sonrió sin mostrar sus dientes, sus ojos angelicales también sonreían, de alguna manera. Amanecimos muy caballerosos.

—No creas que olvido que me apuntaste con una pistola —cuando le pasé por el lado para subir me susurró para que solo pudiera oírlo yo, no fue un comentario de amenaza, no con esa sonrisa traviesa en su rostro. Sin quitarle los ojos de encima me subí al carro.

—Yo conduzco —anunció Donovan ignorando la acción de su hermano. Esas fueron sus únicas palabras en todo el viaje. Michael se sentó en el asiento del pasajero dejándonos a Wilmer y a mi atrás.

Me quedé en silencio todo el tiempo sin siquiera levantar la mirada hacia Donovan o Wilmer, aunque sí confieso que vi por momentos a Michael, lo tenía justo enfrente. No puedo negar que es un hombre muy apuesto, fuerte y decidido. Su seguridad hace que se vea más atractivo, eso es un hecho. Con sus acciones y palabras estoy a punto de creer que realmente siente una atracción hacía mi. Pero una atracción es solo eso, pasajera.

Luego de treinta minutos de carretera cerré los ojos y recosté mi cabeza de la ventana, cerré los ojos y dormí. Es mi mejor solución ante los pensamientos invasivos y la presencia de estos hombres.

Donovan aparcó el carro y lo apagó. Wilmer fue el primero en salir y todos le seguimos. Ya no hace frió, al contrario, hace calor y el sol ya salió.

—Por lo menos podemos llenar el tanque —escupió Donovan con una mueca pintada en su rostro. Mira con desprecio la pequeña tienda que hay aquí en la gasolinera.

—¿Qué esperabas? ¿Un restaurante de lujo en medio de este desierto? —le respondió Wilmer de mal humor. Las horas pasaron y el viaje no acababa y todos tenemos hambre, estamos malhumorados y finalmente nos topamos con una estación de gas—. Iré al baño.

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