2 | El día que llegué a casa de los Barrett

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Me llevaron a casa un día cualquiera.

Pasamos varias semanas reuniéndonos en el internado: los Barrett venían y hablaban conmigo, me preguntaban por mis clases, por mis últimas lecturas y por el futuro. Virginia quería saber qué estudiaría en un futuro, o qué me entusiasmaba del porvenir, y yo, aunque tenía planes, me encogía de hombros.

—No sé.

No quería hablar con ellos. Eran tan molestos como todos los padres anteriores.

Pensé que, con un poco de amargura y antipatía, conseguiría que desistieran de sus intentos. Sin embargo, el internado era muy estricto en cuanto a las normas: nos habían entrenado para llamarles "papá" y "mamá" en cuanto nos enviaran a su casa. Yo solo cumplía el primer mes, porque era el mes en el que la familia seguía en contacto con la agencia. Después, me rebelaba y la familia me devolvía.

Mis rebeliones no estaban injustificadas.

En la primera casa donde viví, aunque los padres eran buenas personas (no lo digo muy convencida, ya que sus hijos biológicos eran horribles), el hijo mayor se metió en mi cuarto varias veces para acosarme durante los dos meses que viví con ellos. Me espiaba y me obligaba a "jugar" a todo lo que él se inventaba, porque yo tenía siete años.

La hija, por otro lado, se ponía celosa de mí y me acusaba de robarle su ropa y usar sus cosas, me quitaba la comida y me tiraba del cabello. También me ponían apodos para nada originales, porque soy pelirroja.

Cuando le dije a mis padres custodios lo que me hacían, la mujer no me creyó. Dijo que jamás perdonaría mis acusaciones contra su hijo y me devolvieron.

En la segunda casa, el esposo de mi madre adoptiva, que se suponía que era mi padre adoptivo, bebía demasiado, más de lo que estipuló cuando hicieron la investigación. Nunca he sentido más impotencia en mi vida que cuando se me acercaba para agarrarme, o tocarme, y yo no podía hacer nada al respecto.

Daba igual que peleara o forcejeara: al final, me hacía tanto daño que me resignaba. Y la única forma que encontré para irme de la casa fue mentirle a mi madre adoptiva. Le dije que le había robado las galletas a su hijo pequeño y se enojó tanto que pidió a la agencia que me asignaran una nueva familia.

No duré mucho con esa tercera familia tampoco.

Tenía once años cuando aprendí a cortarme de la hija mediana de la familia, de quince. También me enseñó a contar calorías, a esconder la comida y a vomitarla. Odiaba el reflejo en el espejo. Para cuando salí de esa casa, gracias a que mi padre adoptivo se quedó desempleado y tuvieron que devolverme porque lo que les pagaban por custodiarme no nos mantenía, tenía depresión y la señorita Hughes se dio cuenta.

Ahí entendí que la mayoría de padres que adoptaban niños más grandes, en realidad, lo hacían por dinero.

Aunque el internado decía que la investigación era exhaustiva y segura para nosotros, no era del todo cierto. Se acumulaban tantos niños que, con tal de desalojar un poco el lugar, nos enviaban al cabo de unas pocas semanas de entrenamiento para los padres. Los que de verdad querían ser padres adoptaban bebés.

Nunca le conté a nadie las cosas que había vivido, porque tenía miedo, pero la señorita Hughes me insistía para entrar a un grupo de terapia social. Decía que el aislamiento no resultaba en nada bueno. Pero nunca quise ir. Me hice amiga de Elyssa para demostrarle que no era antisocial ni tenía fobia a las personas.

Sin embargo, seguía teniendo pesadillas, y me sentía rota, y había tratado de cortarme la maraña pelirroja al menos cinco veces.

Elyssa se convirtió en mi mejor amiga. Prometimos ser amigas siempre y guardar todos nuestros secretos, y que si alguna era adoptada, seguiríamos en contacto a través de la agencia. Ella me escuchaba y se quedaba conmigo cuando yo elegía no comer en la cafetería del internado.

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora