3 | El día que le declaré la guerra a Colton

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No pensaba quedarme. Duraría un mes y me devolverían. Es lo que todos los padres custodios hacen.

El peor momento del día era la hora de la cena.

Detestaba comer en familia y, en las otras casas, no había tenido que cenar con los padres porque podía hacerlo en mi cuarto. Pero Damon y Virginia tenían la espantosa costumbre de cenar juntos en el comedor. Si por lo menos hubiesen cenado frente al televisor, habría sido más sencillo salirme con la mía.

Pero Damon no quería que nadie comiese solo. Se aseguraba de que todo el mundo tuviera algo que comer y de que nos gustara. Él también pasaba más tiempo en casa, por lo que nos preparaba el almuerzo al mediodía, antes de sus juntas.

Lloré la primera noche.

Pidieron comida mexicana y yo empecé a sufrir taquicardia cuando vi las enormes tortillas frente a mí.

Comí la mitad de una, tan despacio que logré convencer a Damon de que era demasiada comida, y no me obligó a comer.

Más tarde, en mi dormitorio, abrí el viejo cuaderno verde donde tenía anotadas mis tablas de calorías y conté a grandes rasgos las de la cena. En total, ese día había superado las setecientas calorías, y yo odiaba ver un número mayor a seiscientos.

Era lo único que podía controlar en mi vida.

Si no me dejaban elegir dónde vivir, o con quiénes, o qué ropa ponerme y qué estudiar, por lo menos escogería lo que metía en mi cuerpo. No comería si no quería, porque nadie podía forzarme la comida en la garganta. Tenía una meta y la iba a alcanzar: treinta y nueve kilos, el peso perfecto.

No sería sano ni normal, pero en esa época, no me importaba. Quería ser delgada

En mi cuaderno, tenía una lista de metas de pesos y fechas concretas.

Me proponía perder medio kilo a la semana y casi siempre lo lograba con mis meticulosas cuentas. No necesitaba hacer ejercicio todavía, así que estaba reservando el esfuerzo físico para cuando mi peso se estancase.

Lloraba cada noche que tenía que cenar con ellos y me calmaba cuando agarraba mi cuaderno y contaba mis calorías.

Se suponía que debíamos estar dormidos a las diez, pero yo encendía mi lamparita y calculaba hasta asegurarme de que esa semana perdería el medio kilo que quería. Luego leía hasta las cuatro o cinco de la mañana, cuando Virginia se levantaba; entonces apagaba la luz y me hacía la dormida.

Me habría muerto de no haber dispuesto de una báscula, pero Colton no era tan inocente como parecía. Él tenía una báscula en el baño que escondía detrás de un armario, y yo ya la había encontrado.

Cada mañana me pesaba y comprobaba que estaba perdiendo peso a diario. No soportaría que el número subiese ni una décima.

Empecé a encontrar otras formas de tapar mis intenciones: por ejemplo, apartaba los granos de arroz hacia el borde del plato y parecía haber comido más de lo que en realidad comía. También bebía mucha agua para llenarme el estómago y me comía todas las verduras, pero solo una pequeña porción de los carbohidratos.

Por ejemplo, Damon me compraba barritas de cereal que tenían noventa calorías cada una. Era una de las pocas cosas que comía sin escupir porque no me hacía daño.

Colton tampoco comía, así que yo no llamaba la atención. Odiaba sentarme a su lado en la mesa, porque era un chico y me daba pánico que intentase rozar nuestras rodillas por debajo de la mesa.

Pero no lo intentaba. Él sacudía la pierna bajo la mesa y yo empezaba a sospechar que también quería mantenerse delgado a la fuerza.

Una noche, mientras yo jugaba con las judías verdes de mi plato, Virginia me dijo que me inscribirían en el mismo colegio que a Colton.

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora