18 | El día que empecé a salir con Toni

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La recuperación no fue el periodo más cómodo ni el más fácil de mi vida, pero puedo asegurar que los primeros ocho meses fueron los peores.

Desde el principio (las primeras semanas), Virginia me dijo que sería buena idea elegir a qué personas contarles de mi proceso para que fuera más sencilla la convivencia, sabiendo que esas personas lo tomarían con el respeto que merecía.

Así que escribí cartas de una página que le entregué a Archer y a Hunter, a mis abuelos y a Elyssa, donde les explicaba que me estaba recuperando de un trastorno alimenticio, que apreciaría que no hicieran comentarios sobre cómo mi cuerpo cambiaba, sobre el peso de los demás, sobre dietas o calorías, y que tuviesen paciencia.

Sé que no puedo controlar lo que todo el mundo hace, pero ellos eran las personas más cercanas a mí, y sabía que lo entenderían y me apoyarían.

Yo temblaba.

Literalmente.

Mis manos temblaban cuando agarraba la cuchara para desayunar avena, aunque Virginia me la preparaba con agua y con menos frutas que ella. Habíamos ido al nutricionista para que me asignase un plan de comidas para recuperarme, pero la idea de pasar de comer quinientas calorías al día a dos mil me revolvía el estómago.

Así que Virginia, o Damon, según quien preparase la cena, me mandaban un mensaje y me preguntaban qué quería de cenar.

—Lo que sea que quieras, puedes comerlo —me decía él.

Le dije a Damon que quería cenar con él.

Por eso, Damon llegaba temprano del trabajo y yo me sentaba frente a la isla de la cocina mientras él preparaba la cena. Cada vez que pasaba por detrás de mí cuando yo comía, me besaba la cabeza.

Los días que Virginia trabajaba hasta la noche, me servía mi plato y llamaba a Colton. Todos notaban que mi mano temblaba al sujetar el tenedor, pero nunca decían nada.

Una noche, después de cenar, me quedé sentada frente a la isla hasta que Damon hubo lavado los platos. No había sido lo suficientemente valiente como para comer postre, pero él no le dio importancia.

Se acercó, ya secas sus manos, y me pidió que hiciese una lista de los alimentos que más me aterraban.

—Califícalos del uno al diez —me dijo—. Iremos probándolos poco a poco. Si no te gustan, no tienes que volverlos a comer.

Pasamos todas las vacaciones de Navidad haciendo ese ejercicio.

Me aterraba la granola, por ejemplo, así que Virginia me preparaba yogur con granola todas las noches para que estuviese frío a la hora de desayunar. Nadie hacía comentarios sobre mi plato.

Pero mi temblor mejoraba cada vez que Damon me besaba la cabeza.

Recuerdo que pasamos Nochebuena en casa de Anne. Estuve leyendo Las dos torres todo el camino a Burford, en coche, hasta que Damon me llamó por mi nombre y encontré sus ojos observándome a través del espejo retrovisor.

—Si te sientes incómoda en la cena —me dijo— o necesitas cualquier cosa, puedes decírnoslo.

Y nunca en mi vida me sentí tan cuidada, tan priorizada, como en ese momento. Se sentaban a mi lado para quitar de mi plato lo que no me gustase, o lo que no tuviese valor de comer. Hicieron lo mismo cuando fuimos a casa de Elyssa en Año Nuevo. Cuando compraban comida a domicilio, me preguntaban qué quería y no me dejaban revisar las calorías de los menús. Poco a poco, mi lista de alimentos a los que temía se iba reduciendo.

El día de mi cumpleaños hubo pastel, como de costumbre. Aunque mi primer impulso fue decir que no quería porque en realidad no tenía ganas de sufrir y llorar mientras comía, me dije que jamás lo superaría si no lo intentaba. Y aun temblando y al borde de las lágrimas, me comí mi porción de pastel.

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora